martes, 15 de septiembre de 2020

Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 25-27)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo en la cruz con María y Juan, óleo sobre lienzo de Albrecht Altdorfer (1512), Castillo de Wilhelmshöhe, Kassel, Alemania

Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala. 

Jesús, al ver a la Madre y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»

Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»

Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.

Todo es donación y entrega en la pasión y muerte de Jesús: nos da a su Madre, nos da a su Espíritu en el instante de su muerte, nos da a la Iglesia y sus sacramentos representados en la sangre y el agua que brotan de su costado abierto, y nos da su Corazón.

María aparece como la Mujer nueva, la nueva Eva junto al nuevo árbol de la vida verdadera. Está junto a la cruz en posición de quien contempla el misterio que la sobrepasa y sobrecoge, pero que se le revela por el amor y la fe que tiene a su Hijo. Ha seguido a Jesús en todo momento, desde Caná, en donde él inició, a petición suya, los signos de su gloria. Por la fidelidad de su amor y de su fe, es Madre y figura de la Iglesia.

Estaba también el discípulo a quien Jesús tanto quería, que es Juan, pero es también figura del discípulo de Cristo, de todo aquel que está llamado a reclinar la cabeza sobre el pecho del Maestro, a vivir en su intimidad y acompañarlo hasta el calvario. El discípulo da testimonio de la vida eterna que gana para nosotros el Crucificado. Por eso será testigo privilegiado de la resurrección, llegará el primero al sepulcro y creerá, reconocerá después al Señor desde la barca, y permanecerá hasta su retorno.

Jesús ve a su Madre. No se preocupa de sí, piensa en su madre. Y le dice: Mujer, como la llamó en Cana. Israel es mujer, la hija de Sion, como afirma la Biblia. En María, madre del redentor, llega a la perfección el pueblo escogido y se inicia la Iglesia, el nuevo pueblo santo.

- Ahí tienes a tu hijo, le dice el Hijo, pidiéndole que reconozca también al discípulo (y en él a todos nosotros) como a su hijo, como igual a él.

- Ahí tienes a tu madre, dice luego al discípulo. Lo que el Señor más quiere, lo da: su discípulo a su madre y su madre a su discípulo. La relación madre-hijo constituye a la Iglesia en su ser más íntimo.

Y desde aquella hora el discípulo la acogió, en su casa, en el espacio propio de lo que uno más ama y que más lo identifica. La acoge como su madre, de la que deriva la existencia de los que renacen por la fe y se hacen hijos en el Hijo, hermanos del Hijo por la carne y por el Espíritu, porque se hizo hombre en el seno de María.

Los símbolos se acumulan en el relato. Los Santos Padres comparan la muerte de Jesús al sueño de Adán. Del costado de Adán sale Eva; del costado de Jesús, la Iglesia-Madre. «La primera mujer fue formada del costado del varón dormido, y se la llamó Vida y Madre de los vivientes (Gn 2, 22; 3, 20). El segundo Adán, inclinando la cabeza, se durmió en la cruz para que de allí le fuese formada una esposa, salida del costado del que dormía» (San Agustín. Del Evangelio de Juan, 120.2).

Como Jesús ya estaba muerto, los soldados no le rompieron los huesos (al igual que el cordero pascual, según Ex 12, 46) sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al punto brotó sangre y agua. El agua y la sangre que brotan del costado del Salvador son los símbolos de la vida bau­tismal y eucarística de los miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

Es verdad que la Iglesia “hace”, celebra, los sacra­mentos, pero también es verdad que los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía, “hacen” a la Iglesia. Los sacramentos son “signos sagrados”, sím­bolos eficaces de los que Cristo resucitado se vale para abrir el espacio de su Iglesia y habitar en ella por su Espíritu.

Mirarán al que traspasaron es la otra profecía (cf.  Ez 12, 10) que Juan ve realizada en la lanzada. En adelante, el cristiano vivirá mirando en dirección al costado abierto del Señor que revela su Corazón, el centro íntimo de su persona, lo más nuclear en ella: su amor salvador. En el corazón la persona se revela, es lo que más nos la da a conocer. Aplicado a Jesús, el símbolo del corazón designa –en bella expresión de Karl Rahner– la revelación primera de lo que Jesús es y de lo que Dios hizo en él por nosotros, la “protopalabra” de la que surge todo conocimiento.

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