domingo, 13 de septiembre de 2020

Homilia del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario - La parábola del perdón (Mt 18, 21-35 )

P. Carlos Cardó SJ

El sirviente despiadado es llevado ante el rey, grabado de Dirck Volkhertz Coombert y Maerten van Heemskerck (1554), Galería Nacional de Arte de Washington D.C., Estados Unidos

En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: "Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?". Jesús le contesta: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo". El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda.

Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes." El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré." Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?". Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano".

Jesús ha hablado del perdón y de la corrección fraterna, pero Pedro no quiere entender, pregunta hasta dónde tiene que mantener abierta la posibilidad de llegar a un acuerdo, y busca un límite razonable al deber de perdonar. Parte del supuesto de que él es el agraviado y no tiene necesidad de perdón; como si hubiera dos varas de medir: una cuando me afecta a mí y otra cuando soy yo el que hiere y agravia. Hay que perdonar siempre, es la respuesta de Jesús. Y le propone una parábola.

La parábola contrapone la magnanimidad de un señor que perdona una deuda incalculable a un empleado, y la impiedad de éste que no perdona a un compañero una deuda pequeña. Diez mil talentos le han perdonado, pero es incapaz de perdonar cien denarios. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101 d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego diez mil talentos suman cien millones de denarios. Si se tiene en cuenta que el jornal de un obrero era un denario al día, aunque trabajase sin parar toda su vida, el empleado de la parábola no podría pagar la deuda.

Esta cifra tan desmesurada da una idea de lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos creó por amor, nos dio todo lo que tenemos para que le sirvamos, reconociendo su amor y sirviendo a nuestros prójimos; nos alejamos de Él y de su voluntad, y corrimos el grave riesgo de sucumbir al poder del pecado y de la muerte, pero Él, en el colmo de su amor misericordioso, envió a su propio Hijo que cargó con nuestros pecados y nos reconcilió por su sangre derramada en la cruz.

Así, pues, la deuda que tengo con Dios es mi propio ser, yo mismo soy la deuda que tengo contraída con Él. Pero más que deuda es un regalo, un don infinito que Él me ha dado sin calcular. Por consiguiente, el perdón que debo dar nace del perdón que he recibido.

Mucho queda por hacer para inculcar la importancia del perdón para la formación de una personalidad sana, condición básica para una convivencia humana en sociedad. Se piensa neciamente que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper con la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión.

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Al mismo tiempo supone los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia, pero no da cabida al odio, al rencor y la venganza porque son instintos de muerte que dañan a quien se deja llevar por ellos y no construyen nada sino destruyen. Las relaciones humanas sólo se restablecen cuando se pone fin a la persistente amenaza, y esto sólo se obtiene con la reconciliación. El odio y la venganza, por el contrario, mantienen en el otro la voluntad de seguir haciéndonos daño, y la herida nunca cicatriza.

Pero es de justicia, se suele argüir. En efecto, lo es pero según la justicia vindicativa que se rige por la norma: quien la hace la paga. No según la justicia que Jesús enseña. Si no leemos mal su evangelio, no nos cabe sino aceptar que el cristiano ama a todos, incluso a su enemigo, se siente en deuda con todos porque es responsable de su hermano, a su adversario le debe reconciliación, al pequeño y al pobre solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda.

Es la disparidad de la justicia divina, hecha de misericordia y amor. Es la justicia que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención y de cambio, porque el otro es mi hermano, hijo del mismo Padre. Esta justicia nos hace ser misericordiosos como el Padre. Nos asemeja a Jesús, que no solo habló de perdón, sino que lo practicó y en la cruz oró por sus verdugos.

Formamos la comunidad de la Iglesia de Cristo no porque no cometamos errores o seamos incapaces de ofendernos mutuamente, sino porque somos perdonados y por eso nos perdonamos. Y aunque no hayamos tenido que hacer nunca un acto heroico de perdón y, con la ayuda de Dios, no tengamos que vernos en ese trance, siempre  podemos perdonar las humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, abusos, que la vida ordinaria trae consigo.

Por eso nos juntamos a rezar y decimos juntos como el Señor nos enseñó: perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. 

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