miércoles, 23 de septiembre de 2020

Envío de los Doce (Lc 9, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ

Aparición de Cristo en la montaña de Galilea, temple sobre madera de Duccio di Buoninsegna (entre 1308 y 1311), detalle del retablo de los episodios de la Pasión y Resurrección de Cristo, Catedral de Siena, Italia

Jesús reunió a los Doce y les dio autoridad para expulsar todos los malos espíritus y poder para curar enfermedades. Después los envió a anunciar el Reino de Dios y devolver la salud a las personas. Les dijo: "No lleven nada para el camino: ni bolsa colgada del bastón, ni pan, ni plata, ni siquiera vestido de repuesto. Cuando los reciban en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Pero donde no los quieran recibir, no salgan del pueblo sin antes sacudir el polvo de sus pies: esto será un testimonio contra ellos".

Ellos partieron a recorrer los pueblos; predicaban la Buena Nueva y hacían curaciones en todos los lugares.

No se puede seguir a Jesús  y escuchar su llamamiento si no se está dispuesto a colaborar con Él en su obra. Los discípulos están llamados a realizar la misma misión de su Maestro y a continuarla en la historia. La Iglesia existe para evangelizar: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor salvador de Dios.

Ya Jesús había dicho a sus discípulos que a ellos se les había concedido el privilegio de conocer los secretos del reino de Dios (Lc 8,10) y que no hay nada oculto que no deba manifestarse (Lc 8,17). Ahora les da poder y autoridad para proclamar el reino y para ayudar a la gente en sus necesidades, tanto físicas como mentales. Se ve claramente que lo que Jesús pretendió al escoger a los doce fue hacerlos participar de su misión.

No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida: reproducir el modo de ser del Maestro, que manifiesta el reino. Por eso, sus instrucciones no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir su estilo.

La orden que Jesús les da: No lleven nada para el camino, significa que no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios y deberán usarlos o dejarlos cuanto convenga. Si se olvida esto, los bienes en vez de ayudar a la misión evangelizadora, la estorban y desvían. El lucro pervierte al discípulo. La gratuidad, en cambio, hace patente la acción de lo alto.

Los discípulos se unen con Jesús compartiendo su vida pobre y su confianza en el Padre providente. Nada debe distraerlos de la misión. El no llevar bastón ni morral, ni pan ni dinero, ni dos túnicas podría parecer una actitud ascética de desprendimiento, pero es más que eso, es confianza en el amor providente de Dios para que la propia vida y el éxito de la tarea evangelizadora no dependa de los medios materiales sino de Dios, de quien provienen todos los bienes y es quien realiza en definitiva la obra de su reino.

Con esa libertad frente a todas las cosas, los apóstoles deberán aceptar la hospitalidad que les brinden y mostrarse agradecidos y contentos, sin estar pensando dónde podrían estar más cómodos. La acogida vale más que la comodidad y la casa siempre es importante para la puesta en práctica de la misión. En ella se crean lazos afectivos y se construye la fraternidad, que es signo del reino. Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, pero aceptaba de buen grado alojarse en la casa que lo recibía, aprovechándola para anunciar desde allí la buena noticia y educar a los discípulos en profundidad.

Pero así como deben aceptar la hospitalidad, deben también estar preparados al rechazo.  

Jesús respeta la libertad. No se puede obligar a nadie a aceptar el mensaje del evangelio. Éste sólo se acepta por el testimonio personal de quien lo anuncia y por el poder de la palabra misma que toca el corazón y promueve convencimiento interior. Habrá quienes no acepten; éstos contraerán una culpa que sólo Dios conoce. Frente a esto, la reacción del apóstol ha de ser tajante: sacúdanse el polvo de los pies.

Se trata de una acción simbólica, profética, que expresa corte, separación clara y definida de todo lo que va asociado a esa ciudad y, a la vez, testimonio contra ellos, es decir, prueba de que esa ciudad ha rechazado la buena noticia que se le ha anunciado. Lo que pase con esa ciudad, si se retracta o mantiene su rechazo del evangelio, eso ya no dependerá de los apóstoles.

Fue lo que hizo Pablo en Corinto: procuró con todos sus medios convencer a los judíos de que Jesús era el Mesías, pero como ellos se oponían y no dejaban de insultarlo, sacudió su ropa en señal de protesta y les dijo: Ustedes son los responsables de cuando les suceda. Mi conciencia está limpia. En adelante, pues, me dedicaré a los paganos (Hech 18, 5s). No obstante, siempre cabe esperar el tiempo propicio que el Señor dispondrá para que se conviertan porque, como dice el apóstol Pedro: No es que el Señor se retrase en cumplir su promesa (del retorno) como algunos creen, sino que simplemente tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3, 9).

Los apóstoles partieron y fueron recorriendo los pueblos, anunciando la buena noticia y sanando enfermos por todas partes. Todos recibimos este encargo dado a los Doce de proclamar el reino, liberar, sanar. Los valores del evangelio y la fuerza eficaz que Jesús transmite a los que continúan su obra hacen posible la construcción de un mundo más humano. El cristiano cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la vida humana en todo orden; por eso apoya todo lo que se emprende en esa dirección porque por allí viene a nosotros el reino de Dios.

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