P. Carlos Cardó SJ
Dos sucesos ocurridos en Jerusalén dan ocasión
a Jesús para dar un criterio de interpretación de los males que se producen en
el mundo y del modo como Dios actúa.
El primero es un mal causado por la maldad
humana, concretamente de Poncio Pilato, que sometió
a mano de hierro a los judíos. La forma como mató a un grupo de galileos, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían, fue una muestra
de su crueldad.
El segundo acontecimiento es un accidente, que
pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las
leyes de la naturaleza. Fue la muerte trágica de dieciocho
desgraciados que murieron aplastados al caerse la torre de Siloé en Jerusalén.
Ambos
acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por
qué se producen tales cosas? Ante el mal, producto de la libertad humana o
desencadenado a consecuencia de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad
del ser, el riesgo de la existencia. Los males, en definitiva, abren los ojos
del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta
con nuestra libre colaboración.
Es
comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la
bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe
cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la
búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de
Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo.
Él
nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de
Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como
amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces
dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en Él.
Jesús,
además, rechaza toda interpretación maniquea, que divide a los hombres en
buenos y malos. No es justo ver el pecado en los otros, para justificarnos o
descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, la actitud
honesta de quien reconoce que el mal actúa en todos y todos somos pecadores
ante Dios. Por eso, antes de echar la culpa a los demás, examinemos nuestra
conciencia.
La segunda
parte del texto trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Con
ella nos advierte que no debemos desaprovechar el tiempo que Dios nos da, sino
que debemos emplearlo para dar los frutos que llevaremos cuando estemos ante Él.
El mensaje de
la parábola es claro. La viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el
árbol de la higuera, ubérrimo en frutos dulces, representaba la ley de Dios,
que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para
nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros es higuera
destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja con nosotros y espera, lleno de
paciencia y misericordia.
El Dios del
perdón, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto. Cristo
intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a Él.
Dios tiene paciencia con ustedes, porque
no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Así,
cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su Señor también él
querrá ser útil para los demás y para el mundo.
La parábola señala
la diferencia que hay entre el comportamiento de Dios y el de los hombres. La
lógica de estos es: ‘no sirve, córtala’. La lógica de Dios es: ‘no da frutos,
la cuidaré con mayor esmero’.
Dios no tala
la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que
cambie, porque la ama. Un texto del libro de la Sabiduría describe esta actitud
de Dios que ama la vida por él creada: Te
compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los
hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada
de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría
existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras
creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son
tuyas, Señor, amigo de la vida (Sab 11,23-26).
Jesús no hizo otra cosa que
mostrarnos este rostro de Dios, amigo de la vida, e invitarnos a comprender que
el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios con
nuestro amor y servicio a los demás. En ese amor paciente y bondadoso, que todo
lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7)
consiste el camino más excelente.
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