jueves, 25 de octubre de 2018

Fuego he venido a encender en la tierra (Lc 12, 49-53)

P. Carlos Cardó SJ
Maestà (detalle con Jesús y los apóstoles) Duccio di Buoninsegna (1255-1319). Museo dell’Opera del Duomo de Siena
Jesús dijo a sus discípulos:

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!
Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!
¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división.
De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres:
el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra".
Jesús avanza hacia Jerusalén y el horizonte se le vuelve cada vez más sombrío. Los que caminan con él advierten que sus palabras se hacen cada vez más exigentes y comprometedoras.
Fuego he venido a encender en la tierra, les dice. Es el fuego de su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en nosotros.
Con la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a sufrir y la siente como una terrible prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla! Ante el destino de cruz, la condición humana se estremece.
Su voluntad de entregar su vida por nuestra salvación le lleva a tener que pasar por donde no quiere, con la confianza de que su Padre no lo abandonará. Se siente internamente dividido entre un deseo y una angustia, es la lucha interior que en el huerto de Getsemaní le hará sudar sangre, la lucha del amor que vence en la prueba suprema.
Jesús es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor salvador de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos pero ha chocado desde el inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de sus propios familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades del pueblo.
La fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios del Padre, le ha creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a medida que se acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por eso sus palabras se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir a sus discípulos que su mensaje produce divisiones en la sociedad y confrontación hasta en la propia familia.
Hoy también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la orientación de la propia conducta. Él ha venido a traer la paz de unidad y de justicia. No una paz barata, sin mayores exigencias y alcances.
El compromiso por la justicia, que el reino de Dios exige, puede producir a veces separación o incomprensión de los otros. El cristiano las asumirá con la firmeza de sus convicciones, detrás de las cuales actúa siempre el amor de Dios que triunfa.
El mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga, conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor por el reino. El evangelio es actual y lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con proclamas ideológicas. Es esperanzador, libera, comunica el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni humilla; pero propone el ejemplo de Jesús, que  nunca pretendió estar a bien con todos ni a cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla.
El evangelio es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo donde sea posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego que ha venido a traer a la tierra, y cómo desearía que estuviera ya propagándose. ¡Ojalá estuviera ya ardiendo! Pero nos da miedo ese fuego de amor y justicia, y no le permitimos que prenda en nosotros. Olvidamos lo que dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2, 12-14).

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