P.
Carlos Cardó SJ
Árbol
de mostaza en una carretera de Italia.
(Fuente:
pinterest)
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En aquel tiempo, dijo Jesús: "¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas." Y añadió: "¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta."
Jesús anuncia y hace presente el reino de Dios por medio de su
palabra y de sus acciones liberadoras. Al mismo tiempo nos hace ver cómo crece
y se desarrolla en el mundo. El reino, nos dice, se establece y se extiende
progresivamente y siempre de manera casi invisible; hay que discernir para
reconocerlo. Actúa en la historia como Él actuó: en pobreza, sin poder, sin
medios extraordinarios y llamativos.
Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos. Sin
embargo, aunque su inicio es insignificante, el reino ha puesto ya en marcha
todo un proceso de crecimiento, cuya conclusión y éxito final será grandioso y
está asegurado. Para hacer comprender esta dinámica del desarrollo del reino de
Dios, Jesús emplea varias parábolas: del sembrador, del trigo y la cizaña, del
tesoro escondido y la perla de gran precio, de la red, y las dos pequeñas del
granito de mostaza y de la levadura.
El
granito de mostaza, pequeño como cabeza de alfiler,
tiene sin embargo una fuerza vital invisible, irresistible, que germina y demuestra
toda su potencialidad al “hacerse un árbol, en cuyas ramas vienen los pájaros a
hacer sus nidos”. Su significado simbólico alude en primer lugar a la
predicación de la palabra evangélica, que lleva dentro de sí la fuerza
necesaria para lograr el establecimiento pleno y definitivo del reinado de
Dios.
La misteriosa actuación de Dios confiere a la palabra de Jesús su
capacidad generativa, y aunque su desarrollo y extensión tiene una apariencia
casi invisible, es ya una realidad en la historia humana. Este poder de Dios,
creador y liberador, actúa en el mundo estableciendo el reino que Jesús
predica. El señorío de Dios sobre todas las cosas, que va transformando los
corazones para que se instaure la paz y la justicia en el mundo tiene un
desarrollo semejante al proceso de crecimiento de una pequeña planta. La imagen
de los pájaros que vienen a anidar en sus ramas es la misma que los profetas
emplearon para describir la extensión universal del reinado de Dios (Ez 17, 22s).
Con elementos sacados también de la vida ordinaria, la otra
parábola de la levadura, que emplea un ama de casa para hace fermentar la masa,
hace comprender fácilmente a los oyentes el modo como actúa y se desarrolla el
reino de Dios. También aquí se subraya el contraste que hay entre los inicios
silenciosos y escondidos, y el resultado final. La levadura se expande y permea
de una forma invisible toda la masa. De modo semejante, el reino de Dios actúa
con sus valores en el interior de las personas, las transforma y, por medio de
ellas se extiende.
Pero hay, además, otro simbolismo: la levadura sugiere la idea de
algo impuro, maloliente incluso. La masa ya fermentada simbolizaba lo viejo, y
por eso se la sacaba de las casas para celebrar la Pascua (Ex 12, 15), y se comían panes ácimos (puros), de harina no
fermentada. Así se celebraba el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la
vida, de la esclavitud a la libertad.
Jesús hace ver que la novedad del reino de libertad y de vida
sigue el mismo camino que Él sigue: nacido oculto en un pesebre, ha sido
rechazado como impuro por las autoridades religiosas, va a morir y será
sepultado en la tierra. Sin embargo, Él es portador de la pureza de Dios que
consiste en la misericordia y que le lleva a mezclarse con la miseria humana.
La pureza de Dios consiste en perderse para hacerse siervo
(12,18ss) y cargar con la debilidad y el pecado (8,17). Por eso Pablo dirá que
Cristo crucificado se ha hecho para nosotros levadura, maldición, pecado (Gal 3,13; 2Cor 5,21), y por su
resurrección ha hecho posible la fiesta de la verdadera pascua, que los
cristianos celebran no con la levadura
vieja, ni con la levadura de la malicia y de la maldad, sino con los panes
ácimos de la sinceridad y de la verdad (1 Cor 5, 8).
La nueva Pascua, los panes nuevos, el cuerpo de Cristo hecho pan
que se nos da como alimento, configuran a los cristianos con su Señor y les
hacen ser como Él, ofrenda pura para la vida del mundo, humanidad nueva que
nace de la eucaristía.
Hay aquí pues una invitación a entrar por los caminos de Dios, por
la lógica de su reino: según la cual el
Creador se hizo pequeño para revelársenos en lo humano. Por su parte, su Hijo
Jesucristo actuó en silencio, sin pretensiones de grandeza, y dejó establecido
para la comunidad de sus seguidores que el mayor es quien se hace el más
pequeño de todos para servirlos a todos (Lc
9,48; 22,26ss). Así actúa el reino de Dios, semejante al desarrollo casi
invisible del grano de mostaza que se hace un árbol y a la acción silenciosa de
la levadura que va fermentando la masa.
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