P. Carlos Cardó SJ
Virgen de la leche, óleo sobre lienzo de Leonardo da Vinci
(1490-91), Museo del Hermitage,
San Petersburgo, Rusia
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En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer del pueblo, gritando, le dijo: "¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno y cuyos pechos te amamantaron!". Pero Jesús le respondió: "Dichosos todavía más los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".
Después de curar al endemoniado
mudo, Jesús declaró que si realizaba tales acciones era porque el reino de Dios
había llegado. Con su palabra y sus obras hace presente el señorío de Dios, que
pone fin a los poderes del mal en el mundo y restituye a sus hijos e hijas la
verdadera libertad.
Al oír la predicación de Jesús, una
mujer anónima, en medio de la multitud, prorrumpe en un grito de asombro
típicamente maternal, que recoge toda la admiración de la gente allí presente: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos
que te amamantaron! Jesús no rechaza esta felicitación que hace referencia a
su madre y que, según la mentalidad oriental, era felicitación al hijo, sino
que aclara lo que es prioritario: dichoso es más bien el que escucha con fe la
palabra de Dios y la lleva a la práctica.
Esa bienaventuranza de los que
oyeron y siguieron a Jesús se hace extensiva a todos los que tenemos acceso a
su Palabra. No estamos en desventaja. El nuevo y verdadero conocimiento de
Jesús, que vuelve dichoso (bienaventurado)
al creyente, consiste en escuchar y llevar
a la práctica su Palabra. Por eso Pablo dice a los corintios: aunque hemos conocido a Cristo según la
carne, sin embargo, ahora ya no le conocemos así (2 Cor 5,16). La verdadera bienaventuranza es, pues,
la del cristiano fiel y perseverante que escucha y vive conforme a lo que
escucha.
A primera vista, la réplica de
Jesús a aquella mujer: Dichosos más bien
los que escuchan la palabra de Dios y la practican –así como aquella otra que
hizo acerca de su verdadera familia (8, 21)–, no parecen ser muy favorables a
María, la madre de Jesús.
Sin embargo, hay que reconocer que
en la exclamación de la mujer aparecen las palabras de María como una realidad
cumplida: De ahora en adelante, todas las
generaciones me proclamarán dichosa (Lc 1,48). Jesús, por su parte, señala
que la dicha (la bienaventuranza) que Dios concede es por la acogida a su
palabra y su puesta en práctica. Y eso mismo fue lo que expresó Isabel al
recibir la visita de María: ¡Dichosa tú,
que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá! (Lc 1, 45).
No hay por qué deducir, por tanto,
que Jesús niegue que su madre sea dichosa por ser su madre, sino que la
prioridad para Él es la fe en la palabra y su puesta en práctica, lo cual
también en su madre se puede ver, como lo demuestra Lucas en los pasajes de la
anunciación y visitación. Ella pertenece, como modelo de creyente, a los que acogen
la palabra de Dios (Lc 1,45) y la
ponen por obra (Lc 8,21; cf. Hch 1,14).
En este sentido, María es la
primera bienaventurada. Ella creyó en lo que le dijo el Señor por medio del
ángel, y la palabra se encarnó en su seno (Lc
1, 38). Ella conservaba en su corazón y meditaba este misterio (Lc 2, 19.51). En ella se anticipa la
dicha que Dios concederá a todo creyente. A ella, la primera oyente de la
palabra, la proclamamos dichosa todas las generaciones, nos confiamos a su
intercesión maternal para que nos ponga con su hijo, y la aclamamos como madre
y figura de la Iglesia.
La Iglesia, comunidad de los
creyentes, imita a María. Obedeciendo al mandato de su Señor, anuncia su
palabra a todas las naciones y engendra hijos e hijas para Cristo. Como María,
la Iglesia vive también del gozo de la presencia del Señor en ella y hace vivir
a todos la alegría del evangelio.
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