P. Carlos Cardó SJ
Desposorio de la Virgen María, óleo sobre lienzo de Rafael Sanzio
(1504), Pinacoteca di Brera, Milán, Italia
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En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?".Él les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?".
Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa".Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto.
Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio".Después de esto, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo.Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.
Según el libro del Génesis (cap. 2) Dios ha dado a la persona
humana, desde su mismo origen, una orientación fundamental a realizarse en la
entrega a la persona amada. Esta relación encuentra su expresión más
significativa en la unión del hombre y la mujer, de la que puede surgir una
vida nueva por una acción creativa, que los hace participar de la fecundidad de
Dios, fuente y origen de la vida. Los lenguajes con que se expresa esta
experiencia pueden cambiar a lo largo de los tiempos, pero siempre queda esta
verdad: que cuando un hombre y una mujer deciden unirse, ahí se les revela la
entrega y el servicio mutuo como la verdad y el sentido de sus vidas.
La Biblia ve una conexión entre la
dualidad de sexos y la propagación de la vida humana (cf. Gén 1,28), pero no agota ahí el sentido de la sexualidad. Gracias a
ella, los seres humanos establecen una relación de amor y mutua pertenencia,
que los lleva a desear y sostener juntos una vida bien estructurada. Por eso, la
procreación de los hijos aparece ya en el Génesis encuadrada en el marco de una
relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: “No está bien que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a
hacerle alguien como él que le ayude” (Gén 2,20-23). Con lo cual queda
excluida cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las
necesidades del otro, y toda ofensa a la dignidad asignada a uno y otro sexo.
Aunque la igualdad del varón y la
mujer estaba asentada en la Biblia, en la cultura judía, la mujer era propiedad
del varón y la superioridad de éste se veía refrendada en la ley de Moisés que concedía
al hombre el derecho de divorciarse. Por eso y para ponerlo a prueba, los
fariseos le preguntan a Jesús si es lícito al marido separarse de la mujer.
La respuesta de Jesús contiene dos argumentos. El primero es éste:
si Moisés permitió el divorcio fue por la “dureza
del corazón” del pueblo judío, que le impedía comprender los planes
divinos. Jesús critica el legalismo, que lleva a quedarse sólo en lo que señala
la ley, y no aspirar a ideales más altos de amor y servicio. El segundo
argumento es éste: lo que dice
el Génesis (2, 18-24) es
lo que Dios quiso desde el principio. El poder repudiar a la esposa es un
añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que proviene
de conveniencias humanas egoístas.
De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la
estabilidad de la pareja y de la igualdad entre el hombre y la mujer. Por el
matrimonio ambos forman una sola carne, que ninguna autoridad humana
puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo”. La conclusión: “Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, se deduce
perfectamente de las razones aportadas.
La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen,
entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús
con el adulterio y así
ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de
darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto
dijeron: Si así son las cosas, “mejor es no
casarse”. Pero Jesús les responde: “No
todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede” (Mt
19,11). Los discípulos, como muchos
hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con
la ayuda de Dios.
Esto supuesto, todos sabemos que
el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre
la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y
sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y
valores, pero comprensivo ante los fracasos, han de mostrar comprensión, dar
ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y
falibilidad fracasó en su matrimonio.
Lo prioritario es curar heridas,
suele decir el Papa Francisco. Pero aunque todo esto sea verdad, y aunque sean
tan frecuentes los fracasos matrimoniales, la conclusión no puede ser no
casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se
puede contraer un matrimonio válido.
Muchos, lamentablemente, se casan
con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de
qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor
13 que no pasa nunca, porque
perdona y se rehace continuamente.
Desde
el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal”
un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos,
rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de todo esto late una mentalidad
pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de la personas para
rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos.
Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia.
Por eso, la indisolubilidad del
matrimonio se ve sólo como una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de
la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal
moral y aspiración de toda persona casada. La fidelidad indisoluble no es ley
sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar
el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión,
las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo
posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del
ideal.
Por todo eso, no basta proclamar
la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso
no conduce a nada. Es una necesidad urgente. Para que puedan llegar a formar
familias estables y unidas, ellos necesitan una formación que los capacite para
poner las condiciones necesarias de la unión matrimonial en una sociedad
fragmentada que tiende a desunir.
Sólo una libertad educada en el
manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse
con sentido de unidad e indisolubilidad. Hoy más que nunca la capacidad de
asumir frustraciones forma parte de la educación del adulto. El evangelio forja
hombres y mujeres de personalidad recia, libres y responsables. Él nos abre los
ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis,
mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir
unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando
otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de
transmitir las palabras de su Señor. Sería infiel a Él. Ella no nos puede
recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la
buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y
darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor
capaz de superar las crisis.
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