P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
en casa de sus parientes, óleo sobre lienzo de John Everett Millais (1849 –
1850), Galería Tate, Wetminster, Londres
Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo."José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes.Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: "Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto".Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: "Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño."Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel.Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret.Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno.
El drama de esta familia tenía como causa principal el significado
extraordinario, absolutamente fuera de lo común, que tenía su niño. Desde que
nació, José y María vieron que Jesús era, y siempre iba a ser, aceptado por
unos y rechazado por otros. El destino futuro de su niño se les anticipó ya de
manera dramática en la figura despiadada de Herodes que quería matarlo. Si
lograron salvarlo fue gracias a la presencia providente de Dios que los impulsó
a huir: Levántate –dijo el ángel del
Señor a José–, toma al niño y a su madre
y huye a Egipto. Se quedarían allí, exiliados, como cualquier atemorizada
familia de inmigrantes, hasta que murieron los que atentaban contra la vida del
niño. Guiados por Dios, decidieron ir a vivir a Nazaret, pueblecito de una de
las más deprimidas regiones de Palestina, la Galilea.
De los largos años vividos por Jesús en Nazaret, no sabemos casi nada.
El más elocuente, Lucas, apenas nos da unos cuantos datos elementales, que él
mismo resume al final con estas escuetas palabras: el niño crecía en edad,
sabiduría y gracia ante Dios y los hombres…, y vivía sujeto a sus padres
(Lc 2, 39-40. 50-53).
Jesús mismo no hablará para nada de sus años en Nazaret. Sólo se
sabe que sus paisanos lo conocían como el hijo de José, el carpintero, y que
había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la multitud que le
seguía. Pero a pesar de esta falta de información, es obvio que Jesús, en su
hogar de Nazaret, se nutrió, creció y maduró asimilando los valores de unos
padres profundamente religiosos y enraizados en la cultura de su pueblo. Ellos
forjaron su personalidad, le marcaron el sentido de su vida desde la fe
religiosa, le adiestraron para valerse por sí y responder a la voluntad de
Dios, su padre.
Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como
referente el hogar de Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre
plantas sanas o raquíticas según la calidad de sus nutrientes. Es verdad que la
familia no lo es todo, pero es indudable que ella marca la fisonomía física,
psíquica, cultural, social y religiosa de las personas. En las relaciones
familiares se lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia y de los
valores, de la propia seguridad y de la capacidad de expresar sentimientos y
afectos.
La crisis de la familia es una realidad preocupante. Además de ir
en aumento el número de familias disfuncionales, las bien constituidas padecen el
bombardeo incesante de mensajes que minan su unidad y consistencia: violencia,
pornografía, frivolidad, relativismo e increencia.
Se añade a esto la inseguridad económica de tantos grupos
sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a muchos a emigrar, así
como la extendida costumbre o imposición de horarios sobrecargados que hace que
los padres pasen la mayor parte del día fuera del hogar. Por estas y otras
causas, la familia puede ser la primera célula neurótica de la sociedad. La
familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también
los más duros sufrimientos y tribulaciones.
Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el
problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que
componen cada familia. Cuando un hombre y una mujer se aman (y esta es la
condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que
propicia la unión, el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, la fe. Sólo
sobre esta base se consolida el ámbito eficaz para la formación de personas
verdaderamente libres, responsables y seguras.
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