P. Carlos Cardó SJ
La
presentación en el templo, óleo sobre lienzo de Stephan Lochner (1477), Museo
Estatal de Hesse, Darmstadt, Alemania
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Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:"Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma".Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con Él.
La presentación de Jesús en
el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel,
que aparece representado en los tres elementos característicos de su
religiosidad: la Ley (van a cumplir lo
mandado por la ley), el Templo (presentación del Niño en el templo) y la
profecía (representada en Simeón y Ana).
Jesús-Mesías encarna y
lleva a cumplimiento esos tres elementos. La Ley: porque Él trae la nueva ley
del amor, sello de la nueva alianza. El templo: porque su cuerpo, roto en la
cruz y resucitado al tercer día, es el verdadero templo. La profecía: porque la
gente lo reconocerá como un profeta pero Él dirá que es más que eso, pues de Él
hablan las Escrituras y en Él se cumple lo que anunciaron las profecías.
El Templo ocupa un lugar central en la vida judía. Era
considerado el lugar donde resplandecía la gloria
de Dios, donde se tenía la certeza de estar en su presencia, mucho más que
en cualquier otra parte. Pero la entrada del Hijo del Altísimo, heredero del
trono de David, que reinará sobre la casa de Jacob para siempre (Lc 1, 32-33), se realiza de manera
humilde y paradójica: entra en el templo –la casa de su Padre– como un sometido
más, como un hombre cualquiera que tiene que cumplir la ley. Sus padres pagarán
por su rescate la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas o dos pichones,
aunque es Él quien viene a pagar con su sangre el rescate de nuestras vidas.
Destaca en el relato la
figura del anciano Simeón. Su nombre
significa Yahvé ha oído. Representa
al justo que oye la Palabra y la acoge en su corazón. Representa al cristiano
que es el “oyente de la palabra”. Pero
quien mueve a la persona para la escucha de la palabra de Dios no es solamente
su voluntad, sino el Espíritu, que actúa en los corazones.
Tres veces se le menciona
referido a Simeón: el Espíritu estaba con él…; el Espíritu le había revelado
que no moriría antes de haber visto al Cristo…; vino al templo movido por el
Espíritu… Simeón es por ello también figura del Israel justo que aguarda el
consuelo de Dios (Is 40), la liberación prometida para el tiempo del Mesías.
Después de ver al Niño y
reconocerlo como el Mesías, Simeón expresa su gozo con un canto de alabanza a
Cristo, luz de las naciones. La Iglesia reza este himno en la última oración
del día, antes del descanso nocturno. En él se expresa la actitud de confianza
de quien, por acción del Espíritu en su vida y por su adhesión a la Palabra, ha
vencido el miedo a la muerte y vive confiando en el Señor. El encuentro con el
Señor libera de las sombras de la muerte. Quien se encuentra con el Señor puede
morir en paz.
María y José se admiran de
lo que dice el anciano.
Viene después la profecía
que Simeón dirige a la Madre: Este Niño
será un signo de contradicción, una bandera discutida. Muchos se escandalizarán de Él, no podrán resistirle y querrán
hacerlo desaparecer. Pero queda claro que ante Él habrá que definirse: a favor
o en contra. El que no está conmigo, está
contra mí está; y el que no recoge conmigo, desparrama, dirá (Lc 11,23).
El pasaje de la
Presentación de Jesús en el templo, y en especial la figura de Simeón, dice
mucho a la vida cristiana. Como él, el cristiano procura ser justo, es decir,
respetuoso de Dios para proceder de manera responsable ante Él. El Espíritu es
el que orienta sus relaciones con los demás y lo mantiene coherente y auténtico
en su opción personal por Cristo. Su corazón, en fin, desborda de confianza
porque sabe que el Señor es fiel y hará que sus ojos vean su salvación.
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