P.
Carlos Cardó SJ
Resurrección
de Cristo, mural de Mikhail Nesterov (1892), Catedral de Kiev, Ucrania
El que viene de arriba está por encima de todos. El que viene de la tierra pertenece a la tierra y sus palabras son terrenales. El que viene del Cielo, por más que dé testimonio de lo que allí ha visto y oído, nadie acepta su testimonio. Pero aceptar su testimonio es como reconocer que Dios es veraz.El texto empalma con el diálogo de Jesús con Nicodemo. Jesús habla de sí mismo como venido del cielo, como el enviado definitivo y plenipotenciario de Dios que lleva a culminación su revelación y realiza su obra salvadora en favor de los que acogen su palabra y adoptan su estilo de vida.
Aquel que Dios ha enviado habla las palabras de Dios, y Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en sus manos. El que cree en el Hijo vive de vida eterna, pero el que se niega a creer en el Hijo se queda con el Dios que condena: nunca conocerá la vida.
Comienza diciendo que Él
viene de lo alto, es decir, que viene
de Dios. En ese sentido, no duda en presentarse como superior a Moisés y a los
profetas. Moisés formó un pueblo a partir de un conjunto inconexo de tribus
esclavas y las condujo hacia la libertad. Jesús, verdadero Moisés, congrega al
verdadero Israel y trae la liberación plena para toda la humanidad. Los
profetas anunciaron, Jesús realiza el anuncio, más aún, es el que ellos anunciaron.
Jesús es la luz, es la vida eterna. Es el portador del espíritu
divino y el que nos lo da, haciéndonos por medio de Él hijos e hijas de Dios.
Lo que es de la tierra no puede alcanzar el cielo por sí solo; tiene que
esperarlo y acogerlo. Sólo Dios nos da lo que es del cielo, y nos lo da en su
Hijo Jesús.
Jesús dice también que
él ha visto y ha oído. Porque es el
Hijo y palabra del Padre, mantiene comunicación íntima con Él; de Él recibe
todo lo que tiene que decir y hacer, por eso habla de lo que sabe y de lo que
es.
Quien
acoge su testimonio, reconoce que Dios dice la verdad, porque cuando habla
aquel a quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha
comunicado plenamente su Espíritu. Todo el evangelio
de Juan gira en torno a esta afirmación cristológica fundamental: que Dios se
nos ha comunicado encarnándose en el hombre Jesús; en Él se nos ha dicho Dios
plenamente, oírlo es oír a Dios.
Dice Jesús que hay que acoger su testimonio. ¿En qué consiste acoger o aceptar su testimonio? En
reconocerlo como la verdad y mantenerse fiel a Él; es sellar con Él una alianza.
Reconocer y acoger su palabra es verlo como el enviado definitivo de Dios, Hijo
unigénito, palabra con la que Dios mismo se nos dice. Es también reconocer en Él
a Dios que se une a su pueblo y a cada uno. Más aún, se trata no sólo de verlo como
un mediador de la alianza con Dios sino como la alianza misma, de modo que
unirse a él es unirse a Dios. Es confesarlo como el Emmanuel, Dios con
nosotros.
Esta fe de reconocimiento y acogida de Jesucristo hace vivir la
vida definitiva antes y después de la muerte: Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna. La afirmación de Jesús
está en presente: quien cree en él tiene ya
ahora la vida eterna. En el evangelio de Juan, la escatología (lo que será
en el final de los tiempos) ocurre ya ahora. La fe, entendida como adhesión a
Jesús, como permanecer en él, equivale a la vida que perdura eternamente, y que
consiste en la participación de la vida del mismo Dios. Es ser de Cristo, dice
San Pablo (1 Cor 4,6; 12, 27; Gal 3,29;
Rom 14, 7-12; Cf. 1 Jn 4, 6). Es vivir en su amor.
El texto termina con una advertencia grave, severa: Quien no lo acepta, no tendrá esa vida, sino
que la reprobación de Dios queda con él. Aceptar a Jesús y el amor salvador
que Él ofrece es entrar en el ámbito de la vida que perdura, vida eterna en la
que reina el amor de Dios. Esta es una posibilidad que se ofrece a todos, sin
excepción, y que se hace realidad por medio de la opción personal en favor de
la luz.
No dar este paso, quedarse en el ámbito de una vida que no
manifiesta el amor de Dios, es quedarse bajo el influjo del mal que opera en el
mundo, enemigo de Dios y contrario al amor. A ese ámbito, que echa a perder la
vida verdadera de sus hijos e hijas, Dios lo reprueba.
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