P. Carlos Cardó SJ
Detalle del óleo sobre lienzo titulado San
Hugo en el Refectorio de los Cartujos de Francisco Zurbarán (1630 – 1635),
Museo de Bellas Artes de Sevilla, España
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed. Pero como ya les he dicho: me han visto y no creen. Todo aquel que me da el Padre viene hacia mí; y al que viene a mí yo no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.Y la voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y yo lo resucite en el último día".
Continúa el
discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha
querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino,
la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida
inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge.
El pan es símbolo
de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte. Jesús es el
pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté unido a Él
para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta y la vive
hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la muerte con
su resurrección.
Todas
las características del pan se realizan en Él: es don del cielo y fruto de la
tierra, humilde y disponible a la vez, sabroso y necesario, da fuerza a quien
lo asimila y une entre sí a quienes lo comparten. Pan que ha bajado del cielo, Jesús es Dios que desciende para dar
su vida a sus hijos. Por eso, quien se adhiere a Él y hace suyo su modo de ser por
medio de la fe, vive ya la vida que durará para siempre.
Los
judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden cómo puede un hombre
dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá maliciosamente– las expresiones de
Jesús, comer carne, beber sangre, y reaccionan escandalizados. Con su ejemplo
de vida, Él mismo nos demuestra que nunca somos más nosotros mismos, que cuando
nos hacemos disponibles para el servicio de nuestros prójimos; entonces nos
volvemos como Él, pan para la vida del mundo.
La
acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a Él, dejar la ubicación
en que uno se encuentra para trasladarse a donde Él está. Más adelante, en el
mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y habitar en Él y Él en nosotros. La fe
genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro nivel de
existencia, el nivel propio del Hijo.
En ese nuevo ámbito de la existencia ya no es
necesario buscar otros panes para vivir, otro alimento para alcanzar y sostener
una vida plena, realizada y feliz. No
tendrá más hambre… no tendrá más sed. Con su contenido simbólico, los términos
“hambre” y “sed” son de una fuerza sugestiva verdaderamente inagotable.
El “hambre” designa toda necesidad vital,
todo cuanto la persona humana aspira poder realizar para vivir una vida plena y
feliz. Eso sólo lo puede dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el
conocimiento inagotable de la verdad: Los
que me comen tendrán más hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo
24,21). La “sed”, por su parte, designa en la Biblia el anhelo de Dios. La sed
de los animales que buscan agua se hace imagen del anhelo del creyente, que tiene
sed de Dios: Como suspira la cierva por
corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios (Sal 42, 2s).
La
determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja y a no dejar a
nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que no quiere que
ninguno de sus hijos se pierda. Todos los
que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al que venga a mí.
No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen en Él, porque el
Padre se los ha dado.
Es
la base de nuestra más honda confianza: pertenecemos a Cristo, el Padre nos ha
dado a Él y Él da su vida por nosotros. Hemos sido, pues, destinados al Hijo,
predestinados, y este el sentido y dirección de nuestra vida: ir al Hijo,
identificarnos con Él, hasta que Él se reproduzca en nosotros. San Pablo dirá: Nos predestinó por decisión gratuita de su
voluntad, a ser sus hijos de adopción por medio de Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir la imagen de su Hijo para que también
fuera él el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29s).
Cristo,
Hijo de Dios, restituye en el hombre la imagen de Dios perdida por la culpa y
lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de Dios, con derecho a la
gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad (In 1, 14),
reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo él, espíritu y
cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que
obtendrá Cristo para cada uno de nosotros: Lo
resucitaré.
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