P. Carlos Cardó SJ
La resurrección, fresco de Fra
Angelico (1440 – 1441), Museo del Convento de San Marcos, Florencia, Italia
Pasado el sábado, al aclarar el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a visitar el sepulcro.De repente se produjo un violento temblor: el Ángel del Señor bajó del cielo, se dirigió al sepulcro, hizo rodar la piedra de la entrada y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el relámpago y sus ropas blancas como la nieve.Al ver al Ángel, los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos.
El Ángel dijo a las mujeres: «Ustedes no tienen por qué temer. Yo sé que buscan a Jesús, que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como lo había anunciado. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto, pero vuelvan en seguida y digan a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y ya se les adelanta camino a Galilea. Allí lo verán ustedes. Con esto ya se lo dije todo».Ellas se fueron al instante del sepulcro, con temor, pero con una alegría inmensa a la vez, y corrieron a llevar la noticia a los discípulos.
En eso Jesús les salió al encuentro en el camino y les dijo: «Paz a ustedes».
Las mujeres se acercaron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron.
Jesús les dijo en seguida: «No tengan miedo. Vayan ahora y digan a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allí me verán».
Celebramos
la Resurrección del Señor. La Iglesia canta la alegría de esta noche “inundada
de tanta claridad”. Todo lo que creemos, amamos y esperamos tiene su origen y
fundamento en la Pascua del Señor. Es el triunfo del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo que, rotas las cadenas de
la muerte, es atraído por Dios, su Padre, a su mismo nivel de existencia
divina, desde donde nos asegura también a nosotros el logro feliz de nuestro destino:
la realización de lo que anhelamos, la liberación del pecado, del dolor y de la
muerte, la unión con Él hasta participar de su misma vida divina.
La resurrección fundamenta nuestra esperanza y nos da motivos para
seguir esperando en toda circunstancia, seguros de que si Cristo resucitó también nosotros resucitaremos. Por eso no nos
afligimos como los que no tienen esperanza (1
Tes 4,13), aunque vivimos en un mundo que, al igual que en tiempos de Jesús
y de los primeros cristianos, encuentre tantas “razones” (¡sinrazones!) para
creer que la muerte es lo único que pone fin a tantos males, echando por la
borda al mismo tiempo toda esperanza.
Siempre la resurrección ha suscitado incredulidad e incluso burla
(Hech 17,32; 26,24). No es una teoría
ni se deduce de datos humanos. Es verdad de fe que ilumina la mente, el corazón
y la voluntad de quienes acogen el evangelio y se confían al poder de Dios.
El texto de Mateo habla de las mujeres que, en compañía de la
Madre del Crucificado, habían presenciado los dolorosos sucesos del viernes
santo y, movidas por el amor que busca la presencia del ser querido, son las
primeras testigos de la victoria de su Señor. Por eso, ellas reciben el encargo
de transmitir a los discípulos, que abandonaron a Jesús, la buena noticia y la
orden de reunirse en Galilea donde Él los espera, como les había anunciado.
Mateo
hace ver también las repercusiones cósmicas de la resurrección del Señor: la
tierra se retuerce como con dolores de mujer en parto y la oscuridad de la
tumba resplandece con el fulgor del anuncio de la vida que triunfa: se
instauran los cielos nuevos y la tierra nueva. Las dudas y temores ceden paso a la alegría que saca del lugar de
la tumba y envía al espacio de la fraternidad, en donde el Resucitado se hace
presente.
La
resurrección envía de nuevo a Cristo al mundo y manda a sus amigos a
encontrarlo en la vida de todos los días. Hay que ponerse en camino e ir a
comunicar la buena noticia; hay que volver a donde Él se manifiesta. Regresen a
sus labores, a sus familias, a su entorno, a su barrio, a su propia Galilea, allí
donde se encuentran los abatidos y los pobres, que saben de las preferencias de
Jesús. Toda la vida cristiana es envío, misión. Todo el evangelio tiende a la
misión hacia los hermanos. Ahí realizamos nuestra vocación de hijos y estamos
con Él, que no nos abandona nunca.
No
sabríamos qué es la Pascua, ni tendríamos la experiencia de los testigos de la
resurrección, si sólo quisiéramos recuperar un cadáver, que nos dejaría como
antes, encerrados en nuestro egoísmo, vencidos por la maldad y la injusticia de
quienes han pretendido dar muerte a la Vida.
Proclamemos su Triunfo.
Vivamos la alegría del Santo y Feliz Jesucristo. Digamos con las mujeres:
Va por delante de nosotros, señalando el camino. Lo
verán en Galilea, en todos esos espacios en los que Él quiere ser amado,
seguido y servido.
La
vida atraviesa la muerte y empieza para nosotros una nueva vida.
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