P. Carlos Cardó SJ
El día de la resurrección, María se había quedado llorando junto al sepulcro de Jesús. Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en la cabecera y el otro junto a los pies.Los ángeles le preguntaron: "¿Por qué estás llorando, mujer?".
Ella les contestó: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto".Dicho esto, miró hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús.
Entonces él le dijo: "Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?".Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto".
Jesús le dijo: "¡María!".Ella se volvió y exclamó: "¡Rabuní!", que en hebreo significa ‘maestro’.
Jesús le dijo: "Déjame ya, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios’ ".María Magdalena se fue a ver a los discípulos para decirles que había visto al Señor y para darles su mensaje.
El Papa Francisco ha revalorizado
la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante
en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María
Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la
que Él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca.
Por eso se la puede ver como figura
de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis. También
puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el
discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a
la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su
nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe
se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me
manifestaré a él (14, 21).
El domingo de madrugada María Magdalena
había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió
donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús
quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro,
ella se quedó fuera, no tuvo valor.
Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.
Cuando se fueron los discípulos,
María Magdalena se agachó para mirar
en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha
dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que
clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.
Dos ángeles, mensajeros de Dios,
testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del
Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras?
La respuesta de Magdalena: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo
han puesto, expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que
de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin él. Sólo el encuentro le
hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a
Magdalena con su pregunta: Por qué.
Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra
explicación.
Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí,
pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es
gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser
otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con
ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).
Entonces
Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto
de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola
palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de
nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso nos hace
saber lo que somos para Él, lo que contamos para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres
valioso y yo te amo (Is 43,4).
Por lo demás, Jesús resucitado
mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos
sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los
pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que
hace posible reconocer su presencia.
¡Rabbuní!,
responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a él como su maestro y a ella
como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza
a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo.
Como Marta de Betania, ella
también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es
tener vida eterna (Jn 11,25). El
encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección.
Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin
remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la
presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.
No
me retengas, continua Jesús... ve y di
a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de
ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos
un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la
perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.
María
Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció.
Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del
discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.
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