P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, mientras iban de camino Jesús y sus discípulos, alguien le dijo: "Te seguiré a dondequiera que vayas".
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza".
A otro, Jesús le dijo: "Sígueme". Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios".
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia".
Jesús le contestó: "El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Estos
versículos de Lucas nos confrontan con el seguimiento radical de Jesús.
Se trata de tres breves y cortantes escenas de seguimiento, que presentan las
exigencias radicales que Jesús impone: el discípulo tiene que estar preparado
para desligarse de todo apoyo establecido y entregarse de modo incondicional y
por completo a la causa del evangelio.
· En
la primera escena, un hombre, cuyo nombre no se menciona, se presenta ante
Jesús y le dice: Yo te seguiré. Pero el seguimiento del Señor no es una
pretensión humana, no depende sólo de una iniciativa humana. Es Dios quien
llama y quien da su gracia, que capacita para poder asumir las exigencias que
implica. Jesús opone el deseo a la realidad, la ilusión a la previsión. Y luego
expone la otra exigencia de su seguimiento que tiene que ver con aquello en lo
que el hombre suele oponer su seguridad. Jesús exige que su patria y protección
no sean otros que el Padre y los hermanos, los dos valores fundamentales
del Reino. De la misma manera que el Hijo del Hombre sólo encuentra reposo
y hogar en el Padre de los cielos, no en los bienes de este mundo, así su seguidor está llamado a adoptar el mismo
comportamiento de su Señor. El hombre pone su seguridad en los bienes
materiales, necesarios para la vida. El que sigue a Jesús, en cambio, pone toda
su seguridad en Dios.
· En
la segunda situación, la persona, antes de seguir a Jesús, quiere hacer otra
cosa; una cosa muy buena, por cierto. Olvida que el Señor ha de ser el primero,
si no, no es Señor. Y por eso, la exigencia
de Jesús es tan grande: desliga al discípulo de cualquier otra obligación, por
sagrada que sea. No le permite contraer otro compromiso que esté por encima de
su persona. Sepultar a los muertos es una acción piadosa, es deber filial claramente expuesto en la ley (Dt 20,12; Lev 19,3), pero no es “lo
primero”. Como no fue lo primero para Abraham su amor a su hijo Isaac, y por
ello se mostró disponible a sacrificárselo al Señor. Todo afecto, por sublime
que sea, deriva del afecto a Dios y a Él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su
amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía
de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc
2,48s). Así mismo, en el plano humano, si no abandonas a tus padres no te
haces adulto, no te casas. Si no abandonas todo afecto prioritario respecto a
Dios y no ordenado a Él, no eres libre, equivocas el sentido de tu vida. Vives
en función de otros valores, que son tus prioridades y que pueden convertirse
en tus ídolos y esclavizarte.
Por
eso, en el texto que comentamos, la entrega a Cristo es tan incondicional que,
frente a ella, hasta el deber de enterrar al mismo padre cede su prioridad. Con
este dicho Jesús se sitúa de forma soberana y con entera libertad por encima de
todo lo que era venerado como precepto divino. Se coloca en el mismo plano de
Dios.
Deja
a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada,
excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar. No puede ponerse a la
criatura antes que el Creador. Esto ocurre cuando queremos hacer nuestra
voluntad y no la de Dios, cuando queremos que Dios haga lo que queremos, cuando
queremos el fin –que es seguir a Jesús y los valores del evangelio– pero no
ponemos los medios necesarios porque tenemos otras prioridades.
· En
la tercera situación, se repiten y condensan en cierto modo las actitudes
anteriores. Al discípulo se le pide que valore en su justa medida de quién debe
separarse, y que sepa a quién tiene que dirigirse sin dilación. La llamada del
Señor exige prontitud, lleva consigo adoptar una disponibilidad sin restricción
alguna, que muchas veces puede significar abandono de la propia seguridad. Se
trata aquí ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también
frente a uno mismo, para poner enteramente la propia confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo,
buscar garantías y seguridades en sí mismo, en lo que soy, en mi pasado, en lo
que he conquistado o en lo que represento. De todo ello nos puede liberar el
Señor para hacernos ver que la garantía única está en el futuro, en lo que Él
–y sólo Él– es capaz de hacer de mí.
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