P. Carlos Cardó SJ
Por aquellos días, Jesús se retiró al monte a orar y se pasó la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, eligió a doce de entre ellos y les dio el nombre de apóstoles. Eran Simón, a quien llamó Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás; Santiago, el hijo de Alfeo, y Simón, llamado el Fanático; Judas, el hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar del monte con sus discípulos y sus apóstoles, se detuvo en un llano. Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y Jerusalén, como de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; y los que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
Jesús se retiró a la montaña para
orar. En la
Biblia, la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de
Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó
la noche orando a Dios, resalta
la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide
su bendición sobre los hombres que va a elegir.
Refiriéndose
a ellos dirá en el evangelio de Juan: los
hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn
17,6). Y en los Hechos de los
Apóstoles, leemos que Jesús los escogió
guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la
voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y
opción apostólica.
Al
hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes
dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo
por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce
para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia.
Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros
responsables de la misión de anunciar en su
nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el
perdón de los pecados (Lc 24, 47).
¿Quiénes
son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un
sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44).
Santiago y Juan eran
hijos de un tal Zebedeo,
también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce
como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de
Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un
personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX
identificó con Natanael, pero sin fundamento.
Mateo, que en su
evangelio se llama a sí mismo Leví,
era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que
no es “Santiago, el Menor” (Mc
15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era
uno de los Doce.
Simón, llamado el Zelota
estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago (llamado “Tadeo” en Marcos 3,18 y
Mateo 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del
Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano
de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se
menciona a Judas Iscariote, el
traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría
provenir de manera menos probable del latín sicarius
(“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas.
Son
simples pescadores y artesanos de Galilea, comunes y corrientes. Lo que les une
es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido
llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de
la casta sacerdotal. Ni siquiera son personas honorables o virtuosos
cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada uno mantendrá hasta
el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil.
Mucho
tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a
los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con Él en todas las circunstancias de su vida,
le verán rezar a su Padre del cielo, llorar
por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus
triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte.
Y así su palabra irá calando profundamente en su interior.
Por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la
letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y
sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas
en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se
hubiese comportado Jesús en este caso preciso. Tan identificados se sentirán con su persona y misión
que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él
su vida por la salvación de los hombres.
Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos en
torno a Él: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados
de sus enfermedades; los discípulos que han escuchado su palabra y lo han
seguido; y los apóstoles, cerca de Jesús y asociados a su misión por una
elección precisa e intencional. Todos juntos forman el único pueblo de hijos e
hijas que ama el Señor.
El texto termina con la frase: Todos querían tocarlo porque
salía de él una fuerza que los sanaba a todos. Mezclados entre aquella
gente, también nosotros sentimos la necesidad de “tocar” y experimentar la
fuerza de su palabra. Él es portador del Espíritu que da la vida, en Él “tocamos”
la cercanía máxima de Dios, fuente y dador de vida.
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