P. Carlos Cardó SJ
La llamada de los hijos de Zebedeo, óleo sobre madera de Marco Basaiti (1530 aprox.), Galería de la Academia, Venecia |
Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén.
Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?».
Pero Jesús se volvió y los reprendió.
Y continuaron el camino hacia otra aldea.
Con este texto comienza una parte muy significativa del evangelio de San Lucas, que corresponde al viaje de Jesús a Jerusalén (9,51-19,28).
El camino más rápido y directo de Galilea a Jerusalén atraviesa de norte a sur el centro de Palestina, que corresponde a la región de Samaría. Pero desde la división de Israel en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos, herejes y cismáticos y había hostilidad e intolerancia entre los dos grupos. Por eso, al decidir Jesús pasar por esa región y enviar por delante a unos mensajeros para prepararle alojamiento en un pueblo, no los recibieron porque se dirigía a Jerusalén. La reacción de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, conocidos como los violentos (Boanergés) o hijos del trueno, es inmediata y concentra el odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?, proponen a Jesús. Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias y problemas de la convivencia humana. Jesús reacciona como lo hizo frente al tentador en el desierto. Su camino no coincide con las expectativas humanas de éxito y supremacía, que generan muchas veces hostilidad entre los grupos humanos. No admitió ninguna forma de violencia. Al contrario, quiso eliminarla de raíz. Él no trae un fuego que extermina a los enemigos y adversarios, sino el amor que perdona y une a las personas. El celo sin discernimiento es el principio de todas las hogueras de todos los tiempos, contradice al espíritu de Cristo y destruye su obra. Hay aquí, por tanto, una clara llamada de Jesús a la tolerancia, a la amplitud de miras y a lo que hoy llamamos el espíritu de ecumenismo.
Probablemente Lucas escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere exhortarnos a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera, que se da con el respeto a las diferencias. Jesús es el único Maestro y todos somos discípulos. Es él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, aun sin pensar como yo, buscan servir con buena voluntad. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes eminentemente eclesiales, constituyen el ser íntimo de la comunidad de la Iglesia. Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (Karl Rahner).
El
mensaje del texto es claro y conciso. Si la norma básica de la comunidad
cristiana es el amor fraterno universal, porque todos son hijos o hijas de
Dios, automáticamente queda anulado todo integrismo intolerante y excluyente
frente a “los otros”. El cristiano, que rige su conducta con el mandamiento del
amor, se muestra libre para reconocer y apreciar con agrado los valores y
talentos que ve en los miembros de otros grupos o familias religiosas y, sobre
todo, para dar gracias a Dios por el bien que hacen.
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