miércoles, 1 de enero de 2020

Adoración de los pastores - (Lc 2,16-21)

P. Carlos Cardó SJ
La estrella de Belén, óleo sobre lienzo de Edward Burne-Jones (siglo XIX), Museo y Galería de Arte de Birmingham, Inglaterra
En aquel tiempo, los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre.Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño, y cuantos los oían quedaban maravillados.María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.Los pastores se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado.Cumplidos los ocho días, circuncidaron al niño y le pusieron el nombre de Jesús, aquel mismo que había dicho el ángel, antes de que el niño fuera concebido.
Hoy iniciamos un nuevo año. En fechas como éstas, el don de la vida se nos hace más sensible. Nos resulta agradable com­partir en familia, entre amigos, la experiencia de haber vivido un año más. Es propio del día de hoy dar gracias a Dios por el don de conservarnos en la vida, de guardarnos en sus manos, de conservarnos con su amorosa providencia. Y es propio también de este día felicitarnos unos a otros. 
La primera lectura (Num 6, 22-27) nos enseña a hacerlo de manera bella y profunda. Se trata de una oración de bendición que es tradicional en Israel: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. Estas palabras nos deberían inspirar para felicitar el Año Nuevo a nuestros seres queridos y a nuestros amigos. El Señor nos bendiga y proteja… Confiamos en que nos dará lo que le pedimos, no porque podamos sobre Él, sino porque lo reconocemos grande en bondad. Nos hacemos disponibles para aceptar y recibir lo que Él desea concedernos. Por todo lo vivido: Gracias. A todo lo que vendrá: Amén (Dag Hammarksjöld).
La segunda lectura (Gal 4,4-7) nos recuerda que este es el año 2007 de la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió a su Hijo, nacido de la mujer María, para liberarnos. Cristo ha irrumpido en nuestra existencia al nacer de una mujer, se ha encarnado, es verdaderamente humano. Por eso es también un ser histórico, nacido “bajo la Ley”, lo cual quiere decir que comparte la suerte de aquellos a los que ha sido enviado. Su cercanía hace que toda persona pueda vivir la experiencia de ser liberado del temor para vivir en verdad como hijo, hija, capaz de llamar “Padre” a Dios, con entera confianza.
El Evangelio (Lc 2,16-21) nos invita a poner en el centro de este primer día del año, a la mujer por la cual nos vino la salvación: María. Ya desde los primeros tiempos del cristianismo, se la llamó con el título de “Madre de Dios”. Al confesarlo, el cristiano sabe que Jesús, fruto bendito de su vientre, es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza divina que el Padre, que lo engendró desde toda la eternidad (Credo).
El Hijo del Padre se hizo uno de nosotros al ser concebido y dado a luz por María. De este modo “la eternidad entró en el tiempo”, Dios entró en nuestra historia, convirtiéndola en un camino hacia Él, plenitud de los tiempos  (Gal 4,4) y finalidad de la historia.
Llamar a María Madre de Dios es afirmar que Jesús, el Verbo, Palabra eterna del Padre, es verdadero “hijo de María”. Como madre, ella le dio un cuerpo, le hizo entrar en la esfera de la existencia humana; como educadora, ella le modeló su temperamento, le transmitió su sensibilidad, su modo de ser y proceder. Tenemos aquí uno de los aspectos más asombrosos de la encarnación: María, humilde mujer, discípula de Cristo, es escogida para ser su Madre y modelar su humanidad.
En la relación entre María y Jesús se realiza, de manera ejemplar, el sentido profundo de la Navidad: Dios se hace hombre para que nosotros lleguemos a ser, en cierta manera, como Él. En verdad, el Señor ha hecho maravillas en ella, y nosotros, año tras año, de generación en generación, la proclamamos bienaventurada.
Nos dice el evangelio que María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. María nos enseña a reconocer y aceptar la presencia del Señor en nuestra vida. Como ella, que meditaba en la obra realizada por Dios en su persona, también nosotros nos animamos a mantener viva la memoria agradecida de lo que Dios nos ha permitido vivir.
María conserva la memoria agradecida de lo que Dios ha hecho en su pueblo y en su propia vida. Se asombra de que el Altísimo fije sus ojos en la humildad de su sierva y le retribuye entregándole todo su ser: mi alma engrandece al Señor.
Dice también el evangelio de hoy que “A los ocho días, cuando circundaron al Niño, le pusieron el nombre de Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la concepción. La circuncisión, rito de ingreso oficial al pueblo de Israel, es sólo la ocasión de que se vale el evangelista Lucas para prestar atención a la imposición del nombre. Porque, en realidad, en este hecho –común, irrelevante a simple vista– vuelve a aparecer de manera asombrosa el misterio de la revelación del Dios encarnado.
El Dios innombrable de la fe judía, el Dios a quien nadie ha visto jamás, del prólogo de Juan, he aquí que tiene un nombre que los humanos podemos pronunciar con amor y confianza porque se ha hecho como nosotros, se nos ha dado. Su nombre (Yehoshuah, Yeshuah) tiene un significado que resume la vocación y misión del Dios encarnado: “Dios salva”. Pronunciar el nombre de Jesús es, pues, afirmar que Dios quiere para nosotros lo mejor: una vida plena, realizada, salvada; y nos la hace posible. Sólo así está Dios ante nosotros: como Enmanuel, Dios-con-nosotros, Dios para nosotros, Dios salvando, Salvador.

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