P. Carlos Cardó SJ
La estrella de Belén, óleo sobre lienzo de Edward Burne-Jones (siglo
XIX), Museo y Galería de Arte de Birmingham, Inglaterra
En aquel tiempo, los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre.Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño, y cuantos los oían quedaban maravillados.María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.Los pastores se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado.Cumplidos los ocho días, circuncidaron al niño y le pusieron el nombre de Jesús, aquel mismo que había dicho el ángel, antes de que el niño fuera concebido.
La primera lectura (Num 6, 22-27) nos enseña a hacerlo de
manera bella y profunda. Se trata de una oración de
bendición que es tradicional en Israel: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor. Estas palabras nos deberían inspirar para felicitar el Año
Nuevo a nuestros seres queridos y a nuestros amigos. El Señor nos
bendiga y proteja…
Confiamos en que nos dará lo que le pedimos, no
porque podamos sobre Él, sino porque lo reconocemos grande en bondad. Nos
hacemos disponibles para aceptar y recibir lo que Él desea concedernos. Por todo lo vivido: Gracias. A todo lo que
vendrá: Amén (Dag Hammarksjöld).
La
segunda lectura (Gal 4,4-7) nos
recuerda que este es el año 2007 de la plenitud de los tiempos, cuando Dios
envió a su Hijo, nacido de la
mujer María , para liberarnos. Cristo
ha irrumpido en nuestra existencia al nacer de una mujer, se ha encarnado, es
verdaderamente humano. Por eso es también un
ser histórico, nacido “bajo la Ley”, lo cual quiere decir que comparte
la suerte de aquellos a los que ha sido enviado. Su cercanía hace que toda persona
pueda vivir la experiencia de ser liberado del temor para vivir en verdad como hijo,
hija, capaz de llamar “Padre” a Dios, con entera confianza.
El
Evangelio (Lc 2,16-21) nos
invita a poner en el centro de este primer día del año, a la mujer por
la cual nos vino la salvación: María. Ya desde los primeros tiempos del
cristianismo, se la llamó con el título de “Madre de Dios”. Al confesarlo, el
cristiano sabe que Jesús, fruto bendito de su vientre, es el Hijo de Dios, de
la misma naturaleza divina que el Padre, que lo engendró desde toda la
eternidad (Credo).
El
Hijo del Padre se hizo uno de nosotros al ser concebido y dado a luz por María.
De este modo “la eternidad entró en el tiempo”, Dios entró en nuestra historia,
convirtiéndola en un camino hacia Él, plenitud de los tiempos (Gal 4,4) y finalidad de la historia.
Llamar
a María Madre de Dios es afirmar que Jesús, el Verbo, Palabra eterna del Padre,
es verdadero “hijo de María”. Como madre, ella le dio un cuerpo, le hizo entrar
en la esfera de la existencia humana; como educadora, ella le modeló su
temperamento, le transmitió su sensibilidad, su modo de ser y proceder. Tenemos
aquí uno de los aspectos más asombrosos de la encarnación: María, humilde mujer,
discípula de Cristo, es escogida para ser su Madre y modelar su humanidad.
En
la relación entre María y
Jesús se realiza, de manera ejemplar, el sentido profundo de
la Navidad: Dios se hace hombre para que nosotros lleguemos a ser, en
cierta manera, como Él. En verdad, el Señor ha hecho maravillas en ella, y
nosotros, año tras año, de generación en generación, la proclamamos
bienaventurada.
Nos
dice el evangelio que María conservaba
todas estas cosas y las meditaba en
su corazón. María nos enseña a reconocer y aceptar la presencia del Señor
en nuestra vida. Como ella, que meditaba en la obra realizada por Dios en su
persona, también nosotros nos animamos a mantener viva la memoria agradecida de
lo que Dios nos ha permitido vivir.
María conserva la memoria agradecida de lo que Dios ha hecho en su
pueblo y en su propia vida. Se asombra de que el Altísimo fije
sus ojos en la humildad de su sierva y le retribuye entregándole todo su ser: mi alma engrandece al Señor.
Dice
también el evangelio de hoy que “A los
ocho días, cuando circundaron al Niño,
le pusieron el nombre de Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la
concepción”. La circuncisión,
rito de ingreso oficial al pueblo de Israel, es sólo la ocasión de que se vale
el evangelista Lucas para prestar atención a la imposición del nombre. Porque,
en realidad, en este hecho –común, irrelevante a simple vista– vuelve a
aparecer de manera asombrosa el misterio de la revelación del Dios encarnado.
El
Dios innombrable de la fe judía, el Dios a quien nadie ha visto jamás, del
prólogo de Juan, he aquí que tiene un nombre que los humanos podemos pronunciar
con amor y confianza porque se ha hecho como nosotros, se nos ha dado. Su
nombre (Yehoshuah, Yeshuah) tiene un
significado que resume la vocación y misión del Dios encarnado: “Dios salva”. Pronunciar el nombre de
Jesús es, pues, afirmar que Dios quiere para nosotros lo mejor: una vida plena,
realizada, salvada; y nos la hace posible. Sólo así está Dios ante nosotros:
como Enmanuel, Dios-con-nosotros, Dios para nosotros, Dios salvando, Salvador.
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