domingo, 5 de enero de 2020

Homilía de la fiesta de la Epifanía (Mt 2, 1-12)

P. Carlos Cardó SJ
Adoración de los magos, óleo sobre lienzo de Konrad Witz (1443), Museo de Arte e Historia de Ginebra, Suiza
Jesús había nacido en Belén de Judá durante el reinado de Herodes.Unos Magos que venían de Oriente llegaron a Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo».Herodes y toda Jerusalén quedaron muy alborotados al oír esto. Reunió de inmediato a los sumos sacerdotes y a los que enseñaban la Ley al pueblo, y les hizo precisar dónde tenía que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron: «En Belén de Judá, pues así lo escribió el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en absoluto la más pequeña entre los pueblos de Judá, porque de ti saldrá un jefe, el que apacentará a mi pueblo, Israel».
Entonces Herodes llamó en privado a los Magos, y les hizo precisar la fecha en que se les había aparecido la estrella. Después los envió a Belén y les dijo: «Vayan y averigüen bien todo lo que se refiere a ese niño, y apenas lo encuentren, avísenme, porque yo también iré a rendirle homenaje».Después de esta entrevista con el rey, los Magos se pusieron en camino; y fíjense: la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. ¡Qué alegría más grande: habían visto otra vez a la estrella!Al entrar a la casa vieron al niño con María, su madre; se arrodillaron y le adoraron. Abrieron después sus cofres y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.
Luego se les avisó en sueños que no volvieran donde Herodes, así que regresaron a su país por otro camino.
En la Epifanía se celebra la manifestación del Señor como Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente.
Lo importante del relato evangélico de Mateo son los símbolos, a través de los cuales se nos hace comprender que el Niño nacido en Belén trae la salvación a todas las culturas y razas del mundo. Nuestra fe en esta manifestación (epifanía) de Dios nos hace acoger fraternalmente a todas las personas que, por encima de su ubicación social o cultural, en el tiempo o en la geografía del mundo, buscan –siempre guiados por el único Dios y por su Espíritu– el sentido que deben dar a su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta, el empeño que deben mantener en favor de la justicia, el amor y la paz. Para ellos nace el Señor.
El primer símbolo que aparece en el relato es la luz. Las primeras comunidades cristianas –y nosotros con ellas– reconocían a Cristo como la Luz de Dios que viene a iluminar al mundo. Cristo dirá: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12); Luz de Dios que viene para todos “pecadores y magos, pobres y sabios de todos los tiempos suficientemente pequeños para buscar y suficientemente humildes para acoger la Luz del Señor” (Card. Alexander Renard).
Los magos representan a los sabios de todos los tiempos que buscan la verdad por medio de la inteligencia y llegan a percibir los signos de Dios en la naturaleza, en el devenir humano y en el mundo; pero sólo llegan al conocimiento pleno de la verdad cuando se dejan iluminar por la revelación que Dios mismo ha hecho de sí a la humanidad y que el pueblo de Israel conservaba en la Sagrada Escritura.
Los magos aparecen en Jerusalén, la santa ciudad que sí posee la revelación de Dios escrita en la Biblia pero que, en vez de aceptarla, la rechaza hostilmente. En Jerusalén sobresale, como personaje importante, el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y maestros de la ley, que “conocen las Escrituras pero son incapaces de andar pocas millas para adorar a Jesús en Belén. Los que presumen ser el verdadero Israel rechazan al Mesías que Dios les prometió. Pero los paganos lo acogen y se llenan de alegría” (J.L. Sicre, El Cuadrante).
También ahora se dan esas actitudes opuestas: la de quienes con humildad y sencillez buscan la verdad y la de quienes se quedan encerrados en sus propios intereses y en sus propias persuasiones, no buscan la verdad y terminan atacándola.
La presencia del Salvador que brilla en el interior de las personas y de las culturas está simbolizada en la estrella; es la sabiduría, principio de toda búsqueda. Pero se trata de una sabiduría que se abre a la revelación de una verdad suprema, que no siempre puede ser aprehendida y dominada por la razón humana porque es una verdad trascendente, cada vez mayor, siempre mayor. Esta sabiduría guía y conduce a los pueblos y culturas en sus caminos, por extraños que nos parezcan, en sus éxodos, tantas veces trabajosos y difíciles. Es la “luz de estrella que brilla en la noche” (Sab 10,17). Siguiendo sus indicaciones, la razón, iluminada por la revelación, llega a conocer lo que busca.
Dice el evangelio que los Magos llegaron a Belén, hallaron al Niño y a su madre, se les llenó de alegría el corazón y, abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra. El tesoro en el evangelio de Mateo es el propio corazón: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21; 12,35; 13,52; 19,21). Los Magos abren su corazón y ofrecen lo que contiene. El oro, riqueza visible, representa lo mejor que uno tiene, su amor; el incienso, invisible como Dios, representa aquello que uno más desea; la mirra, ungüento que cura las heridas y preserva de la corrupción, representa lo que uno es, su condición mortal y sus padecimientos.
Todo lo que amamos, tenemos y deseamos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro tesoro. Dando todo lo que tienen, los Magos hacen entrar a Dios en su vida y le reconocen –según la antigua tradición– como rey, como Dios y como hombre.
El relato termina con una observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de camino, queda transformado. Ya no son como antes estos hombres. Buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros. Quedémonos con este mensaje:
Epifanía nos pone en movimiento de búsqueda. Nos hace ver que somos peregrinos, viajeros por caminos que pasan por desiertos y oscuridades, pero nos llevan a la meta que es Dios. No debemos dar cabida al desánimo. Siempre hay una estrella que brilla y guía. Ella está en nuestro deseo de libertad interior, de bondad y de felicidad, también en el pesar que nos causa nuestra debilidad de pecadores. La estrella está allí, en el firmamento de nuestro corazón. Sigamos nuestra estrella y llevemos nuestro tesoro; el oro de lo mejor que tenemos, que es nuestro amor, el incienso invisible de nuestros mejores deseos, y también la mirra de nuestros sufrimientos. Encontraremos al Señor y Él aceptará nuestros dones. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.