P. Carlos Cardó SJ
Un hombre joven se le acercó y le dijo: «Maestro, ¿qué es lo bueno que debo hacer para conseguir la vida eterna?».Jesús le contestó: «¿Por qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos».El joven dijo: «¿Cuáles?».Jesús respondió: «No matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar falso testimonio, honrar al padre y a la madre y amar al prójimo como a sí mismo».El joven le dijo: «Todo esto lo he guardado, ¿qué más me falta?».Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, vende todo lo que posees y reparte el dinero entre los pobres, para que tengas un tesoro en el Cielo. Después ven y sígueme».Cuando el joven oyó esta respuesta, se marchó triste, porque era un gran terrateniente.¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Según Mateo, quien hizo esta pregunta a Jesús fue un joven, pero Marcos dice simplemente que uno se le acercó, y Lucas añade que fue un hombre importante. Sea como fuera, se trata de la pregunta que, en general, se plantea toda persona cuando se pone a pensar qué va a hacer con su vida.
El joven del relato quiere que se
le diga cuál debe ser la dirección que debe dar a su vida y la actitud práctica
que debe asumir para conseguirlo. Y como es un judío piadoso lo piensa en
términos religiosos: cómo puede estar bien con Dios para llegar a participar en
su reino futuro y salvarse.
Las formas de expresar esta cuestión
capital pueden variar, pero tarde o temprano toda persona se pregunta: ¿Qué
debo hacer para alcanzar la felicidad y realizarme plenamente? Además, si es
sincero, reconoce por experiencia que no todas sus acciones han estado bien
dirigidas, que no puede guiarse sólo por los impulsos de sus instintos, y que
algunas veces se ha equivocado porque su mente no puede abarcar todos los
aspectos de la realidad. Advierte, en fin, que en su corazón se anidan afectos
y pasiones que le quitan libertad y le impiden tomar decisiones acertadas.
La respuesta de Jesús tiene dos
partes, conforme a la reacción del joven. Primero le dice que la condición
indispensable es el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios, y le
enumera cinco que tienen que ver con los deberes para con el prójimo, (cf. Gén 20, 12-16; Dt 16,20), añadiendo: ama a tu prójimo como a ti mismo (Lv 19,
18), como para reforzar la idea de que la salvación depende del amor a los
demás (cf. Rom 13,9; Gal 5, 14). A
continuación, al oír que el joven afirma haber cumplido todo eso y que quiere
saber concretamente qué le falta, Jesús le dice: Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres
–así tendrás un tesoro en el cielo– y luego ven y sígueme.
El término perfecto llevó a pensar durante mucho tiempo que estaba allí el
fundamento de la vocación a la vida religiosa, considerada como “estado de
perfección”, por la práctica de los votos de pobreza, castidad y obediencia.
Pero Jesús no designa con ser perfecto ninguna actitud moral, ni
virtud reservada solamente a unos cuantos llamados, sino la integridad de las
condiciones que ha de cumplir todo aquel que quiere alcanzar la vida eterna.
Perfecto significa completo,
acabado, pleno. Y en este sentido, hay allí una alusión a lo imperfecto de la
ley judía, que debe perfeccionarse con el seguimiento de Jesús y la adhesión a
su persona. La ley antigua, los mandamientos, son necesarios pero no bastan. Al
cristiano se le pide seguir e imitar a Jesús en su libertad frente a todas las
cosas, para poder mantenerse disponible a la voluntad del Padre, usar los
bienes tanto cuanto convenga para no estar atado a nada, solidarizarse con los
necesitados, compartir con ellos sus bienes y tener a Dios como lo más
importante de todo.
Eso significa tendrás un tesoro en el cielo, que ha de entenderse como: Dios será
tu tesoro. Y como donde está tu tesoro, allí está tu corazón,
equivale en definitiva a tener a Dios en el centro y en lo más vital de la
persona.
El camino que Jesús le muestra al
joven rico –que a todos nos representa– no
es, pues, una disciplina ascética de renuncia de los bienes a fin de lograr un
equilibrio interior, libre de ansias de posesión o de disfrute. Lo que hace ver
es que seguirlo e imitarlo es vivir en Dios y para Dios; es experimentar ya en
la tierra la felicidad –bienaventuranza– de los que, libres frente a todo,
pobres hasta de sí mismos¸ se sienten colmados perfectamente y dan a su vida
una calidad que Dios reconoce eternamente. Pablo dirá: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con
él… (2 Tes 2, 11-12).
El joven rico, después de oír a
Jesús, se entristeció porque tenía muchos bienes y se fue. Le pareció imposible
lo que Jesús le proponía, ni siquiera se detuvo a preguntarle cómo se podía
lograr, ni tampoco reconoció: Creo, Señor,
pero aumenta mi fe. Se fue, simplemente, y nunca más se supo de él. Y da
pena en verdad porque dice Marcos (10, 21) que Jesús lo había mirado con
especial afecto…
Asimismo los discípulos se quedaron impresionados y dijeron: –
Entonces, ¿quién podrá salvarse? Con su respuesta, Jesús confirma lo
difícil que es liberarse del apego a las riquezas y bienes que el mundo ofrece.
Nadie es libre totalmente ni puede lograr, sin la ayuda de Dios, la libertad de
corazón que se requiere para no atarse a nada. La libertad es don divino por
excelencia, que crece con la generosidad de la propia entrega y con el
servicio. Por eso dice el Señor: Para los
hombres esto es imposible, pero no para Dios.
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