domingo, 16 de agosto de 2020

Homilía del XX Domingo del Tiempo Ordinario - La mujer pagana (Mt 15, 21-28)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y la Cananea, óleo sobre lienzo de Mattia Pretti (1665 a 1670), Galería Nacional de Calabria, Italia
Jesús marchó de allí y se fue en dirección a las tierras de Tiro y Sidón.Una mujer cananea, que llegaba de ese territorio, empezó a gritar: «¡Señor, hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija está atormentada por un demonio».
Pero Jesús no le contestó ni una palabra. Entonces sus discípulos se acercaron y le dijeron: «Atiéndela, mira cómo grita detrás de nosotros».Jesús contestó: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas del pueblo de Israel».Pero la mujer se acercó a Jesús; y, puesta de rodillas, le decía: «¡Señor, ayúdame!».Jesús le dijo: «No se debe echar a los perros el pan de los hijos».La mujer contestó: «Es verdad, Señor, pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla tu deseo.» Y en aquel momento quedó sana su hija.
Texto provocador. Jesús ha estado antes discutiendo sobre las tradiciones religiosas de los judíos y ha dejado sentado el principio de que la verdadera religión brota del corazón: Lo que entra por la boca no mancha al hombre… Lo que sale de la boca…  eso es lo que mancha. Ahora, en gesto provocador, se va a una región impura, a Tiro y Sidón, al sur del Líbano.

En el relato se destaca el diálogo de Jesús con una mujer pagana, cananea o sirofenicia. En la primera comunidad cristiana a la que escribe Mateo su evangelio, los de origen judío tenían dificultad para reconocer los derechos de los paganos a entrar por medio de la fe a formar parte del nuevo Israel.

Una gran carga de prejuicios étnicos pesaba sobre la conciencia de los judíos; muestra de ello era  llamar “perros” a los extranjeros. “Quien come con un idólatra es como quien come con un perro”, se lee en la Mishná (uno de los libros del Talmud, colección de enseñanzas rabínicas sobre leyes y tradiciones judías). El cristianismo derriba los muros de separación y prohíbe como ofensa grave a Dios toda forma de prejuicio y segregación de la índole que sea.

Los judeocristianos han de recordar que su padre Abraham era un pagano que por la fe se hizo heredero de la promesa y padre del pueblo de Israel. Pablo dirá: Entiendan, pues, que los que viven de la fe, ésos son hijos de Abraham... reciben la bendición junto con Abraham, el creyente (Gal 3, 7.9).

El texto reconoce que la misión de Jesús tiene por primer destinatario a Israel, por ser el pueblo elegido para transmitir la promesa de salvación a todos las naciones. La mujer sirofenicia, junto con el centurión pagano —cuya fe atrajo de Jesús la salud para su criado— son el anticipo del ingreso de los no judíos a la Iglesia.

El diálogo entre Jesús y la sirofenicia es duro, dramático. Está redactado de tal modo que sobresalga la justicia de la mujer, que con su hija representa a todos los no judíos. La incomprensión que contiene la respuesta dura de Jesús contrasta con la fe de la mujer. Y es la fe la que hace intervenir el poder de Dios por encima de las barreras de separación que erigen los hombres entre ellos.

Hábilmente la mujer retuerce la imagen del pan de los hijos empleada por Jesús y la pone a su favor: hasta los perritos comen las migajas que caen... Los hijos no aceptan el pan; los extranjeros, en cambio, por su fe se sacian. En la multiplicación de los panes, Jesús ofreció el pan a los israelitas. Ahora, en el relato de la sirofenicia, el pan es para paganos. A todos se les da acceso al pan de los hijos, sea un creyente judío o uno venido del paganismo.

Por eso, la respuesta de Jesús: Mujer, grande es tu fe. ¡Anda y que te suceda lo que pides! La mujer cree, sin siquiera pedir una prueba de que el favor le ha sido concedido. Por este gesto de la mujer Jesús anticipa la misión a los paganos, admitidos ya a la mesa, al pan.

Una persona extraña, una mujer, que no tiene derecho a estar en la comunidad, aparece comportándose mejor que aquellos que dicen ser miembros de la Iglesia y presumen de ser buenos cristianos. Dios no hace distinción de personas, sino que acepta a quien lo honra y obra rectamente sea de la nación que sea (Hech 10, 34s).

Jesús no dice que los paganos (representados en aquella mujer) sean mejores que los judíos. Lo que Él alaba es la fe de una pagana. La sirofenicia no esgrime argumentos ni derechos ante Jesús, simplemente reconoce que Jesús es el Kyrios, el Señor, el Mesías, y esa fe es la que atrae para ella la gracia que desea alcanzar.

El texto contiene, pues, una clara llamada de atención contra los prejuicios, divisiones y exclusiones que pueden darse en todo grupo humano y, en particular, en la Iglesia, como ocurrió desde sus primeros tiempos. Mirar con desconfianza a los que son diferentes, y excluir a los “sirofenicios” o “sirofenicias”, cualesquiera que sean, sin advertir lo positivo que pueden aportar, y de hecho aportan, eso simplemente no es cristiano.

Racismo, prejuicios religiosos, sociales, culturales o de género, odios nacionalistas, desprecio y exclusión por el nivel económico, todo eso atenta gravemente contra la unidad en la diversidad que debe haber en una sociedad verdaderamente humana y, obviamente, en la Iglesia. Y como cristianos, lo que nos toca reconocer es que la fe es el único título de pertenencia a la comunidad. Ella a todos iguala y congrega fraternalmente en la única mesa del Señor.

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