P. Carlos Cardó SJ
Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor.
Jesús les volvió a decir: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también».
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos».
Fiel a su promesa, Jesús nos envía al Espíritu Santo (Jn 14,2.15-17.25-26;15,26-27;16,4b-11.12-15).
Por medio de él, sigue presente en la historia, en nuestra vida, en todas las
circunstancias que nos toque vivir.
Podemos tener una idea equivocada del Espíritu Santo, como si
fuese una cosa inmaterial indefinida, o una idea abstracta, un concepto o una
fórmula, y no como nos enseñó a entenderlo Jesús, es decir, como un ser
personal. Jesús, en efecto, nos hizo comprender a Dios como comunidad de tres personas.
Primero a Dios como Padre suyo y nuestro, creador y fuente de vida,
con quien Jesús se relacionaba de modo tan peculiar que le llamaba Abba, Padre. Por esa íntima unión con
él, Jesús se manifestó y fue reconocido como el Hijo de Dios y Dios con
nosotros. Y después de su resurrección, nos envió desde su Padre una nueva
presencia suya y del Padre en nosotros, a la que llamó Espíritu Santo
Consolador y Defensor. En el Espíritu vienen a nosotros el Padre y el Hijo, en
él nos unimos a Dios y es el amor derramado en nuestros corazones.
Es él quien realiza la encarnación del Hijo de Dios en el seno de
María. Él condujo a Jesús al desierto, descendió después sobre él en el Jordán,
y le acompañaba siempre porque el Padre se lo había comunicado plenamente
(Jn 3,34). Jesús lo llamó defensor y consolador (Jn 14,16.25; 15,26; 16,7) y
también Espíritu de la verdad (Jn
14,17; 15,26; 16,13), que nos llevará a la verdad plena,
convirtiéndonos en “testigos” (15,27).
El evangelio de Juan relata cómo Cristo
Resucitado se apareció a los discípulos, les dio su paz y, después de
mostrarles sus llagas y costado, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo… Este gesto
simbólico evoca aquel soplo creador, por medio del cual Dios infundió el
aliento de vida al hombre Adán. Ahora, con el soplo del Espíritu, Jesús nos
transforma en hijos e hijas, libres y amados por Dios, para vivir sin temor y sentir
a Dios como nuestro Padre. Este Espíritu infunde coraje y determinación para
cumplir la misión de anunciar la buena noticia de que el mal no triunfa. Reciban
el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados…
Según San Pablo, “los frutos del
Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe,
mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal
5,22s). Lo propio del Espíritu del Señor es darnos alegría interior,
confianza, libertad y amor sincero. Lo que produce inquietud, división,
estrechez de miras y amargura procede del mal espíritu o de nuestros desequilibrios
interiores o de la oscuridad del mundo.
Reconocemos al Espíritu Santo en la fuerza interior que impulsa y
dinamiza al mundo para que todo crezca y la vida se multiplique. Él alienta y sostiene
el desarrollo de la humanidad en dirección del amor, la justicia y el bien común.
Para ello nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en
la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la
inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de
Dios.
Sabemos que ni siquiera en los momentos de tribulación, cuando nos
sentimos como abandonados de Dios nuestro creador, deja de estar actuando en
nosotros; pues, aunque no lo sintamos, está con nosotros –y quizá entonces más
que en otras ocasiones– con la fuerza que triunfa en nuestra debilidad.
Este Espíritu grita en nuestro interior: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos
consagra a Cristo, graba en nosotros el sello de su amor y nos da la garantía de
la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nuestro ser como anhelo insaciable de la
felicidad del amor, porque es fuente de aguas vivas que brota en el corazón y
salta hasta la vida eterna.
Por eso le pedimos desde el fondo del alma: ¡Sí, ven Espíritu divino!,
llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara
nuestro pensar y sentir para que sepamos discernir tu presencia y tus inspiraciones
en la historia que vivimos. Ven, Espíritu Santo,
para que aprendamos a vivir en libertad responsable y sepamos cuidarnos los
unos a los otros. Enséñanos a aceptar con serenidad y fortaleza nuestros
propios límites y vulnerabilidad, así como los variados límites de las cosas
imprevistas. Líbranos del desánimo frente a la realidad que nos ha tocado vivir
en el mundo. Danos la seguridad de que somos capaces de transformar esta
situación para sacar de ella algo bueno. Haznos descansar en ti y jamás
permitas que nos apartemos de tu mirada. Déjanos estar siempre a tu lado para
enfrentar cualquier desafío o dificultad, seguros de que contigo todo acabará
bien. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor
a nuestra vida cristiana; y haznos un poco más semejantes a Jesús.
ESPÍRITU
SANTO, VEN. Empújanos con tu fuerza, dinamízanos con tu viento, danos
sabiduría, despiértanos con tu música, muévenos con tu energía. Únenos como
hermanos con tu amor. Tú puedes hacernos bailar con tu melodía. Sácanos de
nuestra mediocridad con tu maravilla. Enséñanos a perdonar y a perdonarnos. Ven
a despertar nuestra creatividad para abrir nuevos caminos. Ven a cada casa, a
cada rincón, a cada familia. Llénalas de tu amor. Ven a cada fábrica, a cada
obra, despacho, comercio. Ayúdanos a ser mejores en el trabajo. Ven a cada
transporte, a cada esquina, a cada quiosco. Ven a cada hospital, clínica,
centro de salud, a cada familia golpeada por la pandemia. Tráenos la salud, la
vida, la esperanza. Palabra amiga, ven para instruidos y para sencillos, para
pobres y ricos. Trae igualdad para todos. Ven al Perú que busca igualdad,
integración, paz y justicia. Ven al Congreso de la Republica, a los ministerios
del poder ejecutivo y a las cortes de justicia. Inspira sabiduría para
gobernar, fomenta la honradez y, sobre todo, el amor a la patria. Genera
entendimiento y comprensión. Alimenta al hambriento, acompaña al que está solo.
Empújanos a compartir, a hacer justicia. Haznos capaces de unir, no de desunir.
¡Haznos ser de veras cristianos! Y recuérdanos que nunca estamos solos porque
tú estás con nosotros.
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