P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, estaban junto a la cruz de Jesús, su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a su madre y junto a ella al discípulo que tanto quería, Jesús dijo a su madre: "Mujer, ahí está tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Ahí está tu madre". Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo: "Tengo sed".
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: "Está cumplido". E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Todo es donación y entrega en la
pasión y muerte de Jesús: nos da a su Madre, nos da a su Espíritu en el
instante de su muerte, nos da a la Iglesia y sus sacramentos con la sangre y el
agua que brotan de su costado abierto, nos da su Corazón.
San Juan resalta el don de la Madre. De pie junto a la cruz de su
Hijo, está como la Mujer Nueva, la nueva Eva junto al nuevo árbol de la vida
verdadera. Está junto a la cruz en posición
de quien contempla el misterio que la sobrepasa y sobrecoge, pero que se le
revela interiormente por el amor y la fe que tiene a su Hijo. La discípula, la
gran creyente, la que será proclamada dichosa por todas las generaciones, es
ahora la Madre de los dolores porque ha llevado hasta el fin su identificación
con el Crucificado.
Ella siguió a Jesús en todo momento, desde Caná, en donde Él inició,
a petición de ella, los signos de su gloria, en unas bodas que preanunciaban la
boda del Cordero crucificado, en la que también ella se hace presente. Por la
fidelidad de su amor y de su fe, ella es Madre y figura de la Iglesia, Madre de
la nueva humanidad redimida. Y representa también a Israel, pero como esposa
fiel que dice: Hagan lo que les diga.
Junto a la Madre estaba el discípulo a quien Jesús tanto quería, que es Juan, pero es también figura
del discípulo de Cristo, de todo aquel que está llamado a reclinar la cabeza
sobre el pecho del Maestro, a vivir en su intimidad y acompañarlo hasta el calvario.
Es figura universal de todo aquel que es amado por el Hijo. Él está también
como quien contempla al Hijo alzado a lo alto, y cuyo porte evoca al de Moisés que
levantó la serpiente a lo alto. El discípulo da testimonio de la vida eterna
que gana para nosotros el Crucificado. Por eso será testigo privilegiado de la
resurrección, llegará el primero al sepulcro y creerá, reconocerá después al
Señor desde la barca, y permanecerá hasta su retorno. En su evangelio canta el
amor del Hijo por nosotros.
Aparecen también en la escena la hermana de su Madre, María de Cleofas, y
María Magdalena. Su fidelidad amorosa al Señor, a quien
servían en sus necesidades, contrasta fuertemente con la infidelidad de los discípulos,
que llenos de miedo huyeron y lo dejaron solo; y contrasta mucho más con el
odio de los judíos y de los verdugos que no dejan de insultarlo y atormentarlo.
Jesús ve a su Madre. No se preocupa de sí sino de los
demás, piensa en su madre. Y le dice: Mujer,
como la llamó en Cana. Israel es mujer,
hija de Sión, como afirma la Biblia. En María, madre del redentor, llega a la
perfección el pueblo escogido y se inicia la Iglesia.
- Ahí tienes a tu hijo, le dice el Hijo, pidiéndole que reconozca
también al discípulo (y en él a todos nosotros) como a su hijo, como igual a Él.
- Ahí tienes a tu madre, dice luego
al discípulo, para que la reconozca como madre suya. Lo que el Señor más
quiere, lo da: su discípulo a su madre y su madre a su discípulo. Ha
establecido para siempre la relación madre-hijo que constituye a la Iglesia en
su ser más íntimo.
Y desde aquella hora el discípulo la acogió, en su casa, es decir, en el espacio propio
de lo que uno más ama y que más lo identifica. La acoge como su madre, de la
que deriva la existencia de los que renacen por la fe y se hacen hijos en el
Hijo, hermanos del Hijo por la carne y por el Espíritu porque Él asumió nuestra
carne en el seno de María y habitó entre nosotros.
La acoge como su madre. Por la fe renacemos a la condición de hijos
en su Hijo, hermanos de Él porque asumió nuestra carne en su seno y habitó
entre nosotros por obra del Espíritu Santo.
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