P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me diste; yo velaba por ellos y ninguno de ellos se perdió, excepto el que tenía que perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y mientras estoy aún en el mundo, digo estas cosas para que mi gozo llegue a su plenitud en ellos. Yo les he entregado tu palabra y el mundo los odia, porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad. Tu palabra es la verdad. Así como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Yo me santifico a mí mismo por ellos, para que también ellos sean santificados en la verdad".
Llamada “sacerdotal” por su carácter de acción de gracias y de
intercesión (Jesús mediador), la oración de Jesús a su Padre en la Última Cena contiene
la cima de la revelación de su propia identidad y también la de sus discípulos,
por su estrecha vinculación a su obra. Jesús da gracias por la obra que el
Padre le ha confiado y ruega por los que la continuarán después.
Se dirige a Dios llamándolo Padre santo. Dios es santo, según la Biblia, por ser el absolutamente
diferente a todo lo creado. No obstante, se hace como nosotros para que
nosotros seamos santos ante él por el amor (Ef
1, 4). Es propio del Dios santo hacer santos: semejantes a Él y diferentes
al mundo.
A ese Dios reconocido como santo,
Jesús encomienda la conservación de la unidad de sus discípulos. La unidad,
anhelo fundamental del ser humano, es también la expresión más plena del amor
porque el amor verdadero tiende a la unidad. El mal divide. La santidad es
unidad, que se logra por el amor, la fraternidad y la misericordia. Por eso, el
sean perfectos, como su Padre celestial
es perfecto de Mt 5, 48, es traducido por Lc 6, 36 como sean misericordiosos, que significa unirse
de corazón (cor) a los demás, en
especial a los que la pasan mal (miser).
Por ser amor, Dios es comunidad de personas, Padre, Hijo y
Espíritu. Su unión perfecta nos abraza y se nos comunica por el Espíritu, que del
Padre y del Hijo procede. Movido por Él, Jesús vivirá la pasión de reunir a los
hijos e hijas de Dios dispersos para hacer con ellos un solo rebaño, una familia.
Por eso es escandalosa la división de los cristianos, es lo más opuesto a la
obra del Hijo, divide la túnica de Cristo (Jn
19,23) y rompe su cuerpo.
Cuando estaba con ellos los protegía,
dice el Buen Pastor. Y ninguno se perdió, excepto el hijo de la
perdición. Se le ha identificado con Judas. Es frase oscura, chocante:
¿se puede hablar de predestinación a la perdición? En toda la Biblia aparece
como lo más característico de Dios la búsqueda del perdido. Para eso viene Jesús
para buscar y salvar lo que está perdido. Pero el hecho es que la perdición es
como el horizonte de la salvación: se salva lo que está perdido. Si no hay
perdición no hay salvación.
Judas vendría a ser el icono, prototipo del hombre perdido que
Jesús ha venido a salvar. Algunos han visto en el “hijo de la perdición” a
Satanás, a quien Juan considera “jefe de este mundo” y mentiroso. Pablo, por su
parte lo designa como el “hombre inicuo”, “hijo de la perdición”, “adversario”,
que se levanta por encima de todo lo que
es divino o recibe culto, hasta llegar a sentarse en el santuario de Dios,
haciéndose pasar a sí mismo por Dios (2 Tes 2, 3-4). Sin embargo, nada
autoriza a ubicar esto en situaciones o personajes concretos de la historia. El
texto no es histórico, ni filosófico, ni político, sino teológico. Lo que
intenta decir Pablo es que no debe interesar el cuándo o el cómo del fin del
mundo, sino el triunfo final de Cristo.
La obra de Jesús apunta siempre a la alegría de los hijos e hijas de
Dios. Quiere para ellos su misma alegría
plena, se la promete y les da su palabra como garantía de su promesa. Al
mismo tiempo, sin embargo, los quiere prevenir porque el mundo los odia. El mundo ama lo que le pertenece y odia a los
que son de Cristo. Por eso la alegría de los cristianos no será la alegría que ofrece
el mundo mentiroso.
Pero estarán en él y en él
deberán continuar su obra. Contarán
para ello con la protección del
Padre y con su unión fraterna, que los santifica
en la verdad, en la autenticidad de su ser hijos santos como el Padre es
santo. La santidad del Padre se reflejará en su ser hermanos, capaces de amar
con el mismo amor. Lo que santifica es el amor que Jesús revela y comunica, y
que procede de Dios. Eso es lo que Él pidió para nosotros en su oración la
víspera de su pasión.
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