P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien obedecerá al primero y no le hará caso al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero".
"Por eso les digo que no se preocupen por su vida, pensando qué comerán o con qué se vestirán. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan en graneros y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valen ustedes más que ellas? ¿Quién de ustedes, a fuerza de preocuparse, puede prolongar su vida siquiera un momento?".
"¿Y por qué se preocupan del vestido? Miren cómo crecen los lirios del campo, que no trabajan ni hilan. Pues bien, yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vestía como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy florece y mañana es echada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe?".
"No se inquieten, pues, pensando: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué nos vestiremos? Los que no conocen a Dios se desviven por todas estas cosas; pero el Padre celestial ya sabe que ustedes tienen necesidad de ellas. Por consiguiente, busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura. No se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana traerá ya sus propias preocupaciones. A cada día le bastan sus propios problemas".
No se puede servir a Dios y al dinero, dice
Jesús. Cuando se ambiciona el dinero o los bienes materiales como lo más
importante en la vida, los valores superiores ya no interesan y se supeditan a
la obtención de la mayor riqueza. Si servimos
a Dios nos hacemos libres y ganamos la vida eterna, que se anticipa en el
sentimiento de paz, alegría y satisfacción profunda que el Espíritu de Dios
comunica.
En cambio cuando se sirve
al dinero, Dios pasa a un segundo plano, el rico cree que ya no lo necesita,
porque pretende resolverlo todo con dinero, pero queda encerrado en su propio
egoísmo, sin amor y generosidad, inquieto por aumentar su ganancia, frustrado
por lo que el dinero no puede darle, insensible ante la necesidad o el dolor de
los demás, capaz de manipular y doblegar, de sospechar de los demás y tratarlos
con espíritu de competencia, sin mansedumbre ni dominio de sí.
No se inquieten, no anden preocupados, dice
Jesús. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de
procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que
absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia angustiosa por resolver
las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario, reflejo
del miedo a la muerte. La confianza en Dios libera de este miedo. Dios es el
único que nos garantiza la vida, Él nos la da y la alimenta. Andar ansiosos
significa ignorar de la presencia providente de Dios que sabe lo que necesitamos.
Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza y
holgazanería. San Pablo dice: El que no quiera
trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad
en el trabajo una vida inactiva y pasiva. Él dice: No hagan del trabajo un
ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedad.
“El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San
Jerónimo). Es lo mismo que dice una máxima atribuida a San Ignacio de Loyola,
que une responsabilidad personal con confianza en Dios: “Obra como si todo
dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no
de ti”.
Por consiguiente, en la base de nuestro empeño responsable en el
trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la
actitud interior de libertad y confianza. Actitud de libertad para no dejarnos
esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al
trabajo que disfraza muchas veces una evasión de problemas no enfrentados, o
una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas
de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza
también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa
que todo depende de él y se vuelve desconfiado, hombre de poca fe.
No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación.
Bástale a cada día su propia inquietud,
dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia
labor y su propia gracia”.
En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el
ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así
mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por
su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación
en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo,
cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador,
continuador de la obra de Dios.
Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad”
son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente
sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para
poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una
economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la
economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento
eficiente de una empresa bien administrada.
A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en
una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobreexigencia y la
competitividad, es imprescindible redescubrir
el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no
se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo
que más vale en la vida: la propia interioridad, el trato con los seres
queridos y con Dios.
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