P. Carlos Cardó SJ
El día comenzaba a declinar. Los Doce se acercaron para decirle: «Despide a la gente para que se busquen alojamiento y comida en las aldeas y pueblecitos de los alrededores, porque aquí estamos lejos de todo».
Jesús les contestó: «Denles ustedes mismos de comer».
Ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados. ¿O desearías, tal vez, que vayamos nosotros a comprar alimentos para todo este gentío?».
De hecho había unos cinco mil hombres. Pero Jesús dijo a sus discípulos: «Hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta».
Así lo hicieron los discípulos, y todos se sentaron. Jesús entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos comieron hasta saciarse. Después se recogieron los pedazos que habían sobrado, y llenaron doce canastos.
En la fiesta del Corpus
Christi, la liturgia propone el texto de la multiplicación de los panes del
evangelio de Lucas. En él, el símbolo del pan que sacia el hambre de la
multitud, revela lo que es Jesús y en qué consiste el plan de salvación que,
como Mesías, ha venido a realizar.
Lucas subraya el carácter eclesial del acontecimiento. La
distribución del pan a la gente en el desierto sugiere la idea de la entrega
que el Señor sigue haciendo de sí mismo en la Iglesia, su nuevo pueblo. Aparece
de manera implícita el cumplimiento de lo que significaron el maná del desierto
(Cf, Num 11,21) y el milagro que
realizó Eliseo (2 Re 4, 42-44). Pero
lo que más quiere resaltar el texto es lo que ocurrirá en el futuro, en el
tiempo de Iglesia, en la que el mismo Jesucristo, compadecido de la multitud,
seguirá dándole a comer el pan de su palabra y de su cuerpo en la eucaristía.
La Iglesia, representada en los Doce, los discípulos y la gente,
debe asumir el mandato de atender a los que pasan necesidad: Denles
ustedes de comer. Asimismo,
la comunidad cristiana, aunque sólo tenga cinco panes y dos peces, debe compartir
sus bienes para que no haya hambre. De este modo, se realizará de manera
perfecta lo que significa la reunión eucarística de la comunidad en la se hace
presente el Señor al compartir todos el mismo pan y beber la misma copa.
En la fiesta del Cuerpo y Sangre del Señor, agradecemos
el regalo que Jesús nos dejó antes de su pasión: la Eucaristía, memorial de su
entrega por nosotros, sacramento de nuestra comunión con Él, y de su presencia
real entre nosotros. Fue un regalo y un mandato a la vez: Hagan esto en memoria mía. Al cumplirlo, celebramos el memorial de
su vida entregada, anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección.
Con unos actos
sencillos –ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino–, y con las simples palabras
–Esto es mi cuerpo..., mi sangre–, actualizamos
todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Allí se
condensa todo lo que creemos, esperamos y amamos; por eso la Eucaristía es
norma de vida del cristiano y de la comunidad.
Ciertamente, lo que Jesús en su Ultima Cena instituyó y nos mandó
hacer no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. Por eso, no tiene
sentido celebrar la Eucaristía como una mera costumbre piadosa, hay que
celebrarla procurando hacer que nuestra vida sea una memoria viva de su presencia
en nosotros.
Comulgar, alimentarnos con el Pan de Eucaristía es permitir que nuestras
personas sean movilizadas por el dinamismo de amor y servicio que vence al
egoísmo y a la injusticia del mundo. No tener en cuenta esta verdad: que comulgar
con Cristo lleva indisociablemente a comulgar con los hermanos, es “comer y
beber sin discernir el Cuerpo” y, por tanto, es “comer y beber su propio
castigo”.
Cuando no se capta esta amplitud de la presencia del Señor en la
Eucaristía y en los hermanos, entonces sucede lo que sucedió en Corinto: una
comunidad dividida, a la que Pablo echó en cara “no apreciar el Cuerpo del Señor”
y, por eso, celebrar algo que “ya no es la Cena del Señor” (1 Cor 11,20).
No podemos dividir lo que Jesús ha unido: el “sacramento del
altar” y el “sacramento del hermano”. “El
descubrimiento de Jesús en los que sufren es parte tan real de este culto como
son las especies de pan y de vino” (Joseph Ratzinger: Introducción al
Cristianismo). Se da aquí el criterio para comprobar la autenticidad de
nuestras celebraciones eucarísticas y el valor y sentido de nuestra adoración del
Santísimo Sacramento del altar.
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