P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, al ver Jesús que la multitud lo rodeaba, les ordenó a sus discípulos que cruzaran el lago hacia la orilla de enfrente.
En ese momento se le acercó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas".
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en donde reclinar la cabeza".
Otro discípulo le dijo: "Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre". Pero Jesús le respondió: "Tú Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos".
Jesús ha realizado una serie de milagros que han
llenado de admiración a la gente. Muchos han visto en ellos un poder superior
que podía hacer de Jesús el libertador tan esperado de Israel, y se han ido
tras Él. Cada cual espera alcanzar algo de Él. Le siguen, pues, por diversas
motivaciones y aun entre los discípulos que ha llamado personalmente y le
siguen formando con Él un círculo de amigos, las expectativas son igualmente
variadas.
Jesús entonces ve necesario plantear las
condiciones que debe cumplir quien se anime a seguirlo. Todas ellas tienen que
ver con la adhesión personal que deben manifestar hacia Él y la disposición
para seguirlo de manera definitiva y radical, hasta sus últimas consecuencias.
Quienes lo sigan tendrán que asumir su estilo de vida, estar siempre en camino,
con Él delante, prontos a partir, sin estar apegados a nada que los detenga ni
les haga ambicionar riquezas o poder como consecuencia de la misión que Él les
va a confiar.
Tres
escenas presentan las exigencias de libertad y determinación.
Primera escena. Aparece un escriba, experto en
religión y moral, y dice a Jesús: Yo te
seguiré adondequiera que vayas. Es él quien ha tomado la iniciativa, como
si todo dependiese de su voluntad; pero seguir a Jesús no puede ser una simple
pretensión humana. Él es quien llama y da la gracia. La respuesta de Jesús obliga
al escriba a confrontar su deseo con la realidad.
Los zorros tienen madrigueras…, el Hijo
del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Le hace ver que la regla de
juego pide un desasimiento de aquello que da seguridad, sobre todo los bienes
de este mundo. El que sigue a Jesús tendrá que poner su seguridad sólo en Dios.
Segunda escena. Un miembro del grupo de Jesús,
un discípulo suyo, dice: Déjame primero
que vaya a enterrar a mi padre. Parece no caer en la cuenta de que Dios ha
de ser lo primero y que su voluntad ha de prevalecer sobre cualquier otra cosa.
El sepultar al padre es indudablemente
un deber de piedad filial (Dt 20,12; Lev
19,3), pero que no es “lo primero”. Todo afecto, aun el más sublime, debe
orientarse a Dios y no ser obstáculo a su voluntad. Jesús exige libertad frente
a afectos y deberes de relación.
Las relaciones familiares no son el absoluto. Dios ha de estar por
encima de todo. Abraham no opuso el amor a su único hijo Isaac, sino que se
mostró disponible a entregarlo, y por esta voluntad suya, Dios lo hizo padre de
los creyentes. Todo amor verdadero procede del amor de Dios, tiene en Él su
fuente, y a Él tiene que llevar. Se ve
en el plano humano: si un hijo no logra autonomía frente a sus padres no se
hace adulto, no será capaz de emprender nada por sí mismo. Así también en el
plano de la fe si no ordenamos todo afecto hacia Dios, que es para nosotros el horizonte
de nuestra libertad, los afectos se desordenan y nos hacen menos libres. Dios
es el único absoluto; frente a Él, hasta el deber de enterrar al padre cede su
prioridad. Dios es lo más importante; si no, no es Dios. Aquello que para ti es
lo más importante, eso es tu Dios.
En
el evangelio de San Lucas hay una tercera escena. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero déjame primero ir a despedirme de mi familia. Y Jesús contestó: El que
pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es digno de mí. San Pablo dirá: Olvido lo que dejé atrás y me lanzo hacia la meta… (Fil 3, 13). Se
trata de dejar atrás, posponer, tres seguridades: materiales, afectivas y
personales.
Pero
en el fondo se trata de la disponibilidad frente a uno mismo, para poner la
confianza en Dios. Mirar atrás es
mirarse a sí mismo, buscar seguridades en sí mismo, en lo que soy, en lo que he
conquistado o en lo que represento. De todo nos puede liberar el Señor para hacernos
ver que la garantía única está en lo que Él –y sólo Él– es capaz de hacer de
mí.
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