P. Carlos Cardó SJ
Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí, preguntó a sus discípulos: «Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo? ¿Quién es el Hijo del Hombre?».
Respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros que eres Elías, o bien Jeremías o alguno de los profetas».
Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?».
Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo».
Jesús le replicó: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo».
Entonces Jesús les ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
A partir de ese día, Jesucristo comenzó a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y que las autoridades judías, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley lo iban a hacer sufrir mucho. Que incluso debía ser muerto y que resucitaría al tercer día.
Pedro lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: «¡Dios no lo permita, Señor! Nunca te sucederán tales cosas».
Pero Jesús se volvió y le dijo: «¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tú me harías tropezar. Tus ambiciones no son las de Dios, sino las de los hombres».
Mientras
suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién
dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas
opiniones que circulan entre la gente: que es Juan Bautista vuelto a la vida,
que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc
9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión,
o que es un profeta más.
¿Quién
dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que
sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el
escándalo que va a significar su muerte en cruz. Pedro toma la palabra y le
contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios vivo. Como los demás discípulos, Él no es un hombre instruido.
Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice
Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado
nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo
te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia.
La misión que Jesús confía a Pedro la expone el
evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca,
las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas,
que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús
será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el
cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia,
fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y
de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte
no prevalecerán contra ella.
La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de
los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas
representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni
tampoco que sea dueño de la Iglesia –Jesús
dice “mi Iglesia”–. La
entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño
de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y
cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y
representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda
la Iglesia (Mt 18,18).
La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará
atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Corresponde al
servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que
la recorta, desvía o contradice. Jesús
nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá
que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una
gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su
Espíritu.
Siempre
es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que
–como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la
certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el
mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios
Espirituales, 365).
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