P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero él estaba dormido.
Los discípulos lo despertaron, diciéndole: "Señor, ¡sálvanos, que perecemos!".
Él les respondió: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?". Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.
Y aquellos hombres, maravillados, decían: "¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?"
En el relato que hace Mateo de la
tempestad calmada se destaca primero la dimensión cristológica y luego la
eclesiológica del milagro. Y dado que la narración viene después de dos avisos
enérgicos de Jesús sobre las condiciones que exige su seguimiento (8, 18-22),
se puede decir que la travesía por un mar tempestuoso es como una
representación plástica del seguimiento de Jesús en una Iglesia que no estará
exenta de pruebas, crisis y dificultades. El primer versículo lo sugiere: Jesús
subió a una barca y sus discípulos lo siguieron.
Ante todo se pone de relieve el
poder salvador de Jesús sobre las fuerzas del mal que amenazan la vida. Cristo
aparece como el señor de la naturaleza, que es capaz de “serenar el rugido de
los mares y el estruendo de sus olas”, “amansar las olas embravecidas” y
“reducir el temporal a suave brisa”, poder propio del Dios Altísimo que domina
todo lo creado (Cf. Sal 65,8; 89,10;
107,29). El relato de Mateo tiene, por tanto, un carácter teofánico. Es una
revelación del misterio de Jesús, verdadero Hijo de Dios, que deja estupefactos
a quienes todavía no tienen fe.
Viene luego el significado
eclesiológico del acontecimiento. Los discípulos siguen a Jesús y suben con Él
a la barca. Desde la antigüedad cristiana hasta hoy se interpreta el símbolo de
la barca como la nave de la Iglesia. Aquí Mateo subraya la idea de una nave
frágil, que es amenazada por la tempestad. La comunidad a la que Mateo dirige
su evangelio necesita una palabra de aliento porque padece la cruel persecución
del judaísmo farisaico. Pero trascendiendo dicha circunstancia histórica,
aparece claro que seguir a Jesús en la barca de la Iglesia conlleva aceptar de
antemano que la travesía no va a ser fácil. El mar y el agua simbolizan en la
Biblia el poder del mal y las tinieblas. El mar que surca la nave de Cristo no
siempre es apacible, sino agitado también por tempestades, crisis y
dificultades, en las que se pone a prueba la fe de los discípulos.
Jesús, sin embargo, duerme
tranquilo, superior a todo, por encima de las vicisitudes del tiempo y de la
historia. Los discípulos fijan sus ojos en Él en busca de auxilio. ¡Señor,
sálvanos, que nos hundimos! La barca agitada por las olas y los
discípulos atemorizados hacen ver que la Iglesia es una comunidad de débiles y
pecadores.
Asistida de continuo por el
Espíritu que no la abandona nunca, sufre sin embargo la inseguridad propia de
los humanos ante el pecado y los escándalos que aparecen en ella, ante los
peligros de las persecuciones y también ante los cambios que le vienen
impuestos o que juzga necesario hacer. En tales circunstancias, la Iglesia se
siente también llamada a examinarse y a reconocer sus deficiencias, por las que
el Señor le puede dirigir hoy el mismo reproche que hizo a sus discípulos: ¿Por
qué tienen miedo, hombres de poca fe?
Las palabras de Jesús no causan
desaliento. Si la Iglesia las acoge, puede salir fortalecida de las pruebas. El
poder del Señor, actuante en ella, puede restablecer la paz. El
Señor ordenó a los vientos y al mar y se hizo una gran bonanza. Conviene advertir que la calma que
aporta Jesús no es sólo individual, como un consuelo privado, sino que es una
experiencia de la comunidad, que se ve fortalecida en su fe, esperanza y amor
para cumplir sin miedos la tarea evangélica.
El pasaje concluye de manera un
tanto abrupta por la aparición de unos hombres, que no son los discípulos, una
vez calmada la tempestad. Son personas que no saben quién es Jesús y se
preguntan sobre su origen. Los discípulos sí saben quién es y lo han invocado
como Señor. El evangelio no juzga a aquellos
ignorantes. Vienen a ser los que reciben la Palabra transmitida por la
comunidad y van de asombro en asombro, abriéndose al conocimiento del Señor.
Jesucristo resucitado auxilia con
su fuerza al que vacila en su fe. Las crisis y problemas ponen a prueba la fe,
pero son también oportunidades para reconocer la propia necesidad de salvación
y salir fortalecidos. El actuar con falta de visión y sentir inseguridad y
miedo es una experiencia propia del itinerario de la fe, la viven las personas
individuales y la Iglesia. Advertir la compañía del Señor permite restablecer
la paz –personal e institucional– con el predominio de la recta razón que
discierne y de la confianza que brota de la fe.
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