P. Carlos Cardó SJ
Cuando le llegó a Isabel su día, dio a luz un hijo, y sus vecinos y parientes se alegraron con ella al enterarse de la misericordia tan grande que el Señor le había mostrado.
Al octavo día vinieron para cumplir con el niño el rito de la circuncisión, y querían ponerle por nombre Zacarías, por llamarse así su padre. Pero la madre dijo: «No, se llamará Juan».
Los otros dijeron: «Pero si no hay nadie en tu familia que se llame así».
Preguntaron por señas al padre cómo quería que lo llamasen. Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Su nombre es Juan», por lo que todos se quedaron extrañados.
En ese mismo instante se le soltó la lengua y comenzó a alabar a Dios. Un santo temor se apoderó del vecindario, y estos acontecimientos se comentaban en toda la región montañosa de Judea. La gente que lo oía quedaba pensativa y decía: «¿Qué va a ser este niño?» Porque comprendían que la mano del Señor estaba con él.
Juan Bautista fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los
elogios: Yo les digo que, entre los hijos
de mujer, no hay nadie mayor que Juan.
La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas
palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas
pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y
nacimiento de los personajes que van a tener una misión especial en la historia
de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene. Esto se destaca de modo
especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de
Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1;
17, 1), o como la esposa de
Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de
Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se
alegran con ella.
Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la
Biblia considera la venida al mundo de toda persona no como un acontecimiento o
fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido
por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. “Tú formaste mis
entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres
sublime y tus obras son prodigiosas” (Sal
139, 13-14).
El nombre Juan.
En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era
siempre significativo. «Nomen est omen», (el
nombre es presagio, pronóstico), decían
los latinos; y para los hebreos el
nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba
a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. «Su nombre es Juan» (Lc 1,63) dice
Isabel y Zacarías lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo
en una tablilla.
El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan Dios
se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida:
Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida
humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que
soy llamado por Él a la existencia. El Señor me llamó desde el seno materno,
desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49,1).
Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a
preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que
cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella
confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como
una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente
optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me
conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización
personal y mi felicidad.
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