P. Carlos Cardó SJ
Nocturno de otoño, aguafuerte de Georges Rouault (1937 – 1939), Museo Guggenheim, Nueva York, Estados Unidos
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.
Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?".
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.
Mientras iban de camino, alguien le dijo a Jesús: "Te seguiré a dondequiera que vayas".
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza".
A otro, Jesús le dijo: "Sígueme".
Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre".
Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios".
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia".
Jesús le contestó: "El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Jesús en su viaje a Jerusalén atraviesa una aldea de Samaría. Desde que Israel se dividió en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos y herejes. Por eso, al pasar Jesús por esa región, no es bien recibido. La reacción de Santiago y Juan, conocidos como los violentos (Boanergés o hijos del trueno), es una muestra del odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos fuego del cielo que acabe con ellos? Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias.
Jesús
los reprende. Él no acepta ninguna forma de violencia. Al contrario, quiere
eliminarla de raíz con su ejemplo y doctrina sobre el amor, el perdón, la
tolerancia y el diálogo. Jesús nos invita a evitar que las diferencias se
conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera
que se da con el respeto a las diferencias. Apropiarse de Cristo y de su mensaje,
creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, suele ser la causa
de las actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan
profundamente a la Iglesia.
Jesús
alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón para acoger,
respetar y valorar a aquellos, que quizá no piensan como yo, pero buscan también
servir con buena voluntad. «Tolerancia,
amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes
esencialmente eclesiásticas. Y no debemos olvidar que sólo hay una
cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor,
que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).
Los
restantes versículos nos confrontan con las exigencias radicales del seguimiento
de Jesús por medio de tres breves y cortantes escenas.
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En la primera, un hombre sale al encuentro de Jesús y, antes de ser llamado, le
dice: Yo te seguiré. Es él quien toma la iniciativa. No tiene en
cuenta que es el Señor quien llama y da su gracia para poder asumir las
exigencias de su seguimiento. Por eso Jesús obliga a reflexionar: formar parte
del grupo de sus seguidores no trae ventajas económicas, ni poder ni prestigio;
quien lo sigue ha de poner toda su seguridad en Dios, no en bienes materiales. Seguir
a Jesús es imitar su modo de ser: Él no tiene donde reclinar la cabeza, y halla
su plena satisfacción personal en el servicio a los demás.
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En la segunda escena, otra persona quiere seguir a Jesús, pero ve que primero
tiene que ir a sepultar a su padre. Indudablemente se trata de un deber filial,
una acción piadosa derivada del honor que se debe a los padres (Ex 20,12; Lev 19,3), pero, aunque sea
algo muy bueno, no es lo primero. El Señor es quien debe ser el primero, si no,
no es Señor. La entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta
el deber de enterrar al padre cede su prioridad.
Con
este dicho, que puede resultar chocante a nuestra sensibilidad, Jesús se sitúa
de forma soberana por encima de todo. Se coloca en el mismo plano de Dios. Deja
a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se
puede absolutizar. Todo amor, por sublime que sea, deriva del amor a Dios y a Él
tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados
lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Y hay que recordar que aun en
el plano humano, si un joven no ordena el afecto que tiene a sus padres y no
adquiere libertad frente a ellos, no alcanza la adultez que se requiere para
formar la propia familia, seguir la propia vocación o emprender algo de manera
autónoma y responsable.
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En la tercera situación, se repiten y condensan las actitudes anteriores. La
llamada del Señor exige ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y
afectos, sino también frente a uno mismo, para entregar la propia vida,
poniendo toda la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades, aducir méritos propios,
alegar por mi pasado, por lo que he conquistado o lo que represento. De todo
ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única es la
promesa que Él nos ha hecho y lo que sólo Él es capaz de realizar por mí.
Con su lenguaje sencillo y directo, el Papa Francisco resume este
texto del evangelio con estas palabras: “Jesús
apunta directamente hacia a la meta; y a las personas que encuentra y que le
piden seguirlo, les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una
morada fija; saberse despegar de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia
del pasado. Pero Jesús no impone jamás, Jesús es humilde, Jesús invita”.
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