P. Carlos Cardó SJ
Jesús con los niños, óleo sobre lienzo de Bernaert van der Stockt (1510 – 1520 aprox.), Catedral de Granada, España |
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero Él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará".
Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutían por el camino?". Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante.
Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado".
Jesús instruye a sus discípulos sobre su destino de cruz, pero no lo entienden. Se ponen más bien a discutir quién es el más importante en el grupo. El deseo de ser apreciado es natural; su realización asegura la confianza que la persona necesita para progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que los talentos que Él nos da fructifiquen en las mejores formas de servicio que podemos ofrecer. Pero sobre este deseo natural y esta voluntad de Dios, se puede montar el afán de sobresalir, el arribismo, que ya no busca el mejor servicio sino la propia gloria y el propio beneficio.
Jesús aprovecha la ocasión para enseñar el modo como se ha de ejercer la autoridad. Sólo es lícito ejercerla como servicio, nunca para dominar a los demás, lucrar o servirse a sí mismo. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. Y si este servicio se hace a los débiles y a los últimos de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró cómo actúa Dios. Esta lógica del servicio, que invierte los valores del mundo, adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere aparecer y ser tenido como el último y el servidor de todos.
A continuación, Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la salvación con el gesto de poner a un niño en el centro y afirmar: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero y el niño, estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin ambiciones, su vida está pendiente del don de Dios. Por no tener nada y necesitarlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con los pequeños de este mundo: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge.
La lección es clara: La persona vale no por el poder que tiene, sino por su amor y servicio, sobre todo a los que más necesitan de su ayuda en la sociedad. Quienes así actúan tienen como norma de vida el ejemplo de Jesús, que manifestó una atención preferencial para con los enfermos, los pobres y los pecadores y una especial predilección por los pequeños. Y convenzámonos: no hay nada más satisfactorio que saber que nuestra vida está entregada al bien de los demás. Por eso, quien quiera ser el mayor, que se sitúe en su familia, en su centro de trabajo, en la sociedad donde mejor pueda servir, porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros (Mc 10,31).
En la Iglesia, sobre todo allí donde ella es más lo que Cristo quiso, es decir, en la celebración de la Eucaristía, nos reunimos. Allí no hay —no puede haber— diferencias de rango ni de poder. Partimos juntos el pan y cobramos fuerzas para resistir a los escándalos que observamos en el ejercicio corrupto de la autoridad; nos ratificamos en nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos; y aprendemos a fiarnos del Espíritu que transforma nuestros corazones en el amor fraterno.
Por el camino venían discutiendo acerca de quién era el más
importante. Jesús les dijo: El que
quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Mucho
hay que trabajar –como el Papa Francisco lo hace y nos exhorta– para reparar lo
que la mentalidad del mundo ha dañado en la Iglesia, para recuperar aquello que
se ha alejado del evangelio, para purificar o fortalecer lo que se ha
corrompido o debilitado, para cambiar todo lo que sea necesario a fin de que la
Iglesia sea en verdad la comunidad de hermanos y hermanas que Cristo quiere.
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