P. Carlos Cardó SJ
Jesús cura a un sordomudo, ilustración de Alexandre Bida publicada en Cristo en el Arte (o The Gospel Life of Jesus), editado por Edward Eggleston. New York: Fords, Howard, & Hulbert, 1874. |
En aquel tiempo, salió Jesús de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos.
Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!”. (Que quiere decir “¡Ábrete!”).
Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban; y todos estaban asombrados y decían: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
Como muchos milagros que son una predicación en acción, la curación de un sordo, que apenas puede hablar, hace ver la necesidad de “escuchar y entender” bien la Palabra para poder aplicarla a la propia vida y transmitirla. Y como se trata de un extranjero, de la Decápolis, en la orilla oriental del mar de Galilea, en la actual Jordania, Jesús hace ver también que su palabra y su obra son para todos sin distinción, no sólo para el pueblo judío.
Le llevaron a un hombre sordo que apenas podía hablar, y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. No se dice quiénes son los que lo llevan, pero deben ser gente religiosa porque aprecian el significado que tenía en las culturas semitas el gesto de la imposición de manos. Además, es muy probable que hayan oído hablar de lo que Jesús hace en favor de los pobres y de los enfermos.
Jesús, entonces, lo apartó de la gente… (lo mismo hará con el ciego de Betsaida – Mc 8, 23). Con ello quiere evitar reacciones equívocas. Al ver las acciones que realizaba en favor de los enfermos, la gente se entusiasmaba y lo aclamaba como Mesías, pero Jesús no se lo permitía porque los judíos tenían otra idea de los que debía ser el Mesías. Al mismo tiempo, el gesto de apartar al enfermo puede significar que el contacto personal con Jesús produce una “separación”, hace que la vida cambie, la persona asume otra manera de pensar y de obrar, diferente de la que antes tenía. La sordera que le impedía oír y asimilar los valores del Evangelio, y la traba de su lengua, que le incapacitaba para comunicar su fe, quedan curadas por el contacto personal con el Señor.
La curación del sordomudo se realiza en dos tiempos. Primero, Jesús introduce los dedos en los oídos del enfermo y toca con saliva su lengua. Este gesto pasó a ser parte del antiguo rito del bautismo, pero eso no es lo importante. Lo más importante es lo que dice Jesús: Effetá, palabra aramea que significa ¡Ábrete!, y que convierte en realidad el significado del gesto simbólico empleado. Y al enfermo se le abren los oídos y se le suelta la lengua. Es una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías para la llegada del Mesías: los oídos de los sordos se abrirán… y la lengua del mudo cantará (Is 35, 5-6), nacerá un pueblo nuevo de personas libres que acogen la palabra de Dios.
La figura del sordomudo, además, representa a los miembros de la comunidad eclesial que provienen de una cultura o de un nivel socio-económico diferente a los de la mayoría: el sordomudo es un extranjero menospreciado por los judíos. La comunidad a la que Marcos dirige su evangelio, como la nuestra hoy, tenía dificultades para asimilar en la práctica el mensaje de Jesús sobre el amor solidario que lleva a acoger a todos sin prejuicios ni actitudes excluyentes de la índole que sean. El ejemplo de Jesús mueve a construir la unidad en la diversidad, fomentando los vínculos que brotan de la misma fe compartida.
Desde otra perspectiva, el pasaje evangélico nos lleva a pensar en la manera como oímos las enseñanzas de Jesús y hablamos de ellas. No siempre prestamos oído a lo que debemos oír, ni decimos lo que debemos decir. No prestamos atención a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Y por miedo a las consecuencias o porque los problemas nos superan, no abrimos la boca. Sordos que no oyen lo que les cuestiona, lo que les exige cambio o les remueve sus comodidades; y mudos que no comunican los valores y verdades en los que creen.
Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo;
que nos lleve aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de
pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos para oír
lo que debemos oír y nos soltará la lengua para hablar lo que debemos hablar en
cada circunstancia. Esta disponibilidad a la gracia hará que la Iglesia llegue
a hablar el lenguaje de la gente, como en Pentecostés, cuando todos la oían y
entendían en sus propias lenguas (Hech
2,11).
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