P. Carlos Cardó SJ
Ángel de las alturas de Marye, pintura de Mort Kunstler (1988), de su colección sobre la Guerra Civil Americana, Museo de Historia de Carolina del Norte, Estados Unidos |
A ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, traten bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen, recen por los que los injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames.
Como quieran que los traten los demás, trátenlos ustedes a ellos. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tiene? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacen el bien a los que les hacen el bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores lo hacen. Si prestan esperando cobrar, ¿qué mérito tiene? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto.
Amen más bien a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados.
Sean compasivos como el Padre es compasivo con ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. Porque con la medida con que midan serán medidos ustedes.
El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. Pero el cristiano sabe que practicarlo sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de fiarse del comportamiento de Jesús, que no sólo habló del perdón sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34).
El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros al respecto: Él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción de personas (Mt 5,45).
Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios para que procuremos en todo actuar como Él actúa: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está precisamente en la compasión y misericordia, que muestra a todos y le lleva a ir más allá de la justicia.
Por tanto, Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús y se nos convierten en buena noticia y en principio seguro de actuación.
Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador.
Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar la importancia del valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, es no “tomarte la justicia por tu mano”, no practicar la ley del talión.
El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, de enfado y de indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado.
La justicia de Jesús no consiste en restablecer la paridad, según la norma quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación; al pequeño y al pobre le debe solidaridad; al perdido, el salir en su búsqueda; al culpable, la corrección; al deudor, la condonación de la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, que es hecha de misericordia, gracia y perdón. Esta justicia es la que nos lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de regeneración y de cambio.
Esta acertada intuición la tuvieron todos aquellos que, a ejemplo de Jesús, no permitieron que el mal hiciera presa de ellos y se negaron a devolver mal por mal, porque se aventuraron en “un camino que es más excelente que todos los demás”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios.
Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar
en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos
practicar el perdón en todas las
pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes y
abusos, que la vida ordinaria trae consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como
el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a
los que nos han ofendido”.
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