P. Carlos Cardó SJ
Jesús ante Herodes, óleo sobre lienzo de Miguel Cabrera (siglo XVII), Iglesia de la Profesa (Oratorio de San Felipe Neri), Ciudad de México |
El virrey Herodes se enteró de todo lo que estaba ocurriendo, y no sabía qué pensar, porque unos decían: "Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos"; y otros: "Es Elías que ha reaparecido"; y otros: "Es alguno de los antiguos profetas que ha resucitado".
Pero Herodes se decía: "A Juan le hice cortar la cabeza. ¿Quién es entonces éste, del cual me cuentan cosas tan raras?"
Y tenía ganas de verlo.
El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿ Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18).
Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos.
En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos.
El “rey” Herodes –que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo. Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente más que el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas?
Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios.
Había oído, sí, y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído; la fe se transmite, pero él es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad. Y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18).
El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y sanguinario, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión.
Herodes, por
más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará
finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las
palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con Él,
pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se
hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se
reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se
intenta sofocarla.
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