P. Carlos Cardó SJ
Cristo en los campos de cereales, óleo sobre lienzo de Johannes Raphael Wehle (1900), Colección de Arte de Anvil House, Wellington, Nueva Zelanda |
Un sábado, Jesús atravesaba un sembrado; sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas con las manos, se comían el grano.
Unos fariseos les preguntaron: "¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?".
Jesús les replicó: "¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus hombres sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, tomó los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, comió él y les dio a sus compañeros."
Y añadió: "El Hijo del Hombre es señor del sábado."
El texto expone la contraposición de la ley y el Espíritu, la muerte y la vida, la opresión y la libertad. Nos invita a revisar nuestra vida, pero principalmente nuestra práctica de la fe, para procurar crecer en la libertad interior de la que da ejemplo Jesús, “el hombre libre”, a fin de ser conducidos por su Espíritu del amor y no por la obligación y simple sujeción a las normas.
El relato es muy sencillo. Los discípulos de Jesús atraviesan un campo sembrado de trigo, arrancan espigas, las restriegan entre las manos y se comen los granos. Pero eso está prohibido en sábado. Para Jesús, en cambio, no significa nada porque Él trae el tiempo nuevo de la misericordia y de la gracia, inaugura el sábado eterno de la comunión entre Dios y los hombres.
Por eso ha dicho, a propósito del ayuno que sus discípulos no practican (Lc 5, 33ss), que ahora es el tiempo de la boda y no se puede ayunar mientras el novio está presente; ya llegará el día en que se les quitará al novio, entonces ayunarán. Jesús inaugura y lleva a culminación el tiempo mesiánico, tiempo del banquete de las bodas entre Dios y la humanidad.
Los fariseos ven a los discípulos de Jesús arrancando las espigas y los critican: ¿Por qué hacen lo que no está permitido en sábado? Ellos son los “puros”, que conocen ley en sus mínimos detalles, pero no conocen a Dios. Oprimidos en la red de preceptos y prohibiciones en que sus rabinos han desmenuzado la ley de Moisés (¡39 obras prohibidas en sábado!), no imaginan cómo se puede amar y servir a Dios con libertad, no entienden que una religión reducida a normas y prohibiciones sacrifica la vida, el amor y la libertad; como dirá San Pablo: la ley se les convirtió en muerte porque la letra de la ley mata, mientras que el Espíritu da vida (2 Cor 3,5).
Jesús responde a los fariseos con el estilo rabínico de argumentación a base de citas bíblicas (en este caso, 1 Sam 21, 2-7) para demostrar que Él está por encima de la ley. Si David y su gente, cuando pasaron hambre, entraron en el templo y comieron los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes, es claro que la necesidad vital está por encima de las leyes rituales.
Al decir esto, Jesús se ponía por encima, no sólo del rey David, sino del legislador que había dado aquellas normas. Al afirmar luego rotundamente: El Hijo del hombre es señor del sábado, expresó una pretensión inaudita. En efecto, si algo es superior al sábado eso sólo es Dios; por consiguiente, si Jesús afirma su superioridad sobre el sábado y sobre la ley, reclama para sí el mismo nivel de autoridad de Dios.
Esto lo reconoce el teólogo judío, Jacob Neuser (Un Rabino habla con Jesús), citado por Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret. «Ahora me doy cuenta de que lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios», dice Neuser, y lo explica: Jesús no fue simplemente un rabino reformador, que interpretó de un modo liberal las restricciones del sábado… Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona.
Esto tiene su fundamento y justificación en la pretensión de Jesús de ser, junto con la comunidad de sus discípulos, el origen y centro de un nuevo Israel. El cambio de la estructura social, es decir, la transformación del «Israel eterno» en una nueva comunidad y la reivindicación de Jesús de ser Dios, están directamente relacionadas entre sí: Si Jesús es Dios, tiene el poder y el título para tratar la Torá como Él lo hace. Sólo en este caso puede reinterpretar el ordenamiento mosaico de los mandamientos de Dios de un modo tan radical, como sólo Dios mismo, el Legislador, puede hacerlo.
Volviendo al texto de Lucas (o a sus paralelos de Mc 2, 23-28 y Mt 12,1-14), hay que reconocer que, implícitamente, se presenta a Jesús con los atributos de Mesías davídico, sacerdote, Dios con nosotros, Emmanuel. David es el rey santo que prefigura al Mesías-rey; Jesús es descendiente suyo, heredero de su trono, pero el que lleva a plenitud la profecía del reinado de Dios.
Se menciona la casa de Dios, y Jesús dirá que su cuerpo es el nuevo templo, que no podrá ser destruido. Jesús es la morada de Dios entre nosotros, en su humanidad se encarna el Hijo eterno del Padre, habita en Él la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). David y su gente comieron los panes de la ofrenda, que no eran más que un recordatorio de la providencia con que Dios sostenía a su pueblo, y un tímido símbolo del verdadero pan de vida que Jesús dará con su cuerpo entregado y hecho comida de vida eterna.
Los sacerdotes
eran los que tenían acceso a la casa de Dios, pero con Jesús se abre para todos
el acceso a Dios, como dice el autor de la carta a los Hebreos (9, 11-12): Cristo vino como el sumo sacerdote que nos
consigue los nuevos dones de Dios, y entró en un santuario más noble y más
perfecto, no hecho por hombres, es decir, que no es algo creado. Y no fue la
sangre de chivos o de novillos la que le abrió el santuario, sino su propia
sangre, cuando consiguió de una sola vez la liberación definitiva.
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