P. Carlos Cardó SJ
Racimos de uvas, óleo sobre lienzo de Juan Fernández “el labrador”
(siglo XVII), Museo Nacional del Prado, Madrid
Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Toda rama que no da fruto en mí, la corta. Y toda rama que da fruto, la limpia para que dé más fruto. Ustedes ya están limpios gracias a la palabra que les he anunciado, pero permanezcan en mí como yo en ustedes. Una rama no puede producir fruto por sí misma si no permanece unida a la vid; tampoco ustedes pueden producir fruto si no permanecen en mí. Yo soy la vid y ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, pero sin mí, no pueden "hacer nada." El que no permanece en mí lo tiran y se seca; como a las ramas, que las amontonan, se echan al fuego y se queman. Mientras ustedes permanezcan en mí y mis palabras permanezcan en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. Mi Padre es glorificado cuando ustedes producen abundantes frutos: entonces pasan a ser discípulos míos. |
La alegoría de la vid aparece ya en Is 5,1-7 y en Ez 15,1-8, pero aludiendo
al pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús la emplea para referirse a su
persona y a la relación que ha de tener con Él quien lo sigue.
Yo
soy la vid, ustedes los sarmientos. Una sola
vida, una sola planta, una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa Jesús
la unión profunda que ha de haber entre Él y quienes lo aman y cumplen sus enseñanzas.
Esta unión se refuerza con la
palabra clave de todo este discurso que es “permanecer en” (siete veces aparece). Equivale a habitar
y designa relaciones de afecto entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer es muy sugerente: la persona permanece y habita allí donde
está su corazón. Donde ama y es amado uno se siente en casa.
En el discurso de Jesús, el amor
que el Padre tiene a su Hijo y a cada uno de nosotros es nuestra casa, el espacio donde podemos vivir y
encontrar nuestra auténtica identidad de hijos. Es lo que más desea Jesús: hacernos
vivir una relación personal, firme,
íntima y estable de Él con cada uno de nosotros y de nosotros con el Padre y
con nuestros hermanos. Pero el permanecer es también mantenerse.
El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un
momento de fervor y después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando enfriar
hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero
amor perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás.
Otra idea reiterada en este pasaje es la de producir mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la
condición de la fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de
nuestra vida. Lo que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos
unidos a la planta que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Él es el dar fruto.
Por tanto, la vida entera
del cristiano ha de demostrar que está identificado con el Señor,
con sus valores, sus opciones, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar
la de su maestro. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme
a sus enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro
Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir... Pero es
necesaria. ¿Quién puede decir que ya ha suprimido lo que debe suprimir y no
tiene ya nada más que cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Hemos de
reconocer que siempre podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario es
quedar condenados a la esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No creamos, sin embargo, que esta labor ensombrece nuestra vida.
Todo lo contrario, pero a condición de que se haga por motivaciones profundas y
positivas. La parábola hace ver que el fruto
de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de alegría y amistad, es
decir, de aquello que es imprescindible para que la vida sea verdaderamente
humana y feliz. Por eso, la alegría será siempre la motivación más certera,
como aparece en aquella otra parábola de Jesús sobre el labrador que encontró
un tesoro y, por la alegría que le dio,
empeñó todo lo que tenía para adquirir ese campo.
Quien vive de esta alegría, vive también la urgencia de compartir
con otros sus convicciones y la satisfacción que le producen. El discípulo busca,
pues, ganar otros discípulos para Cristo, y esa “ganancia”, que se obtiene
sobre todo por medio del testimonio que da con la propia vida, constituye también el gran fruto,
del que habla la parábola de la vid.
“Por sus frutos los conocerán”. Hay cristianos y comunidades que transmiten
eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso
contradicen con su mal ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será
siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la
transformación de la propia persona y de la sociedad. Y no bastan los frutos
privados que no van acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir
la fe como algo íntimo y privado, con frutos piadosos, pero que no manifiestan
fraternidad y justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo.
No cabe el desánimo. Contamos con
la gracia del Señor que ayuda a nuestra debilidad. Se nos da como alimento que
capacita y fortalece en la eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid,
porque el mismo Señor nos une a Él y a los hermanos: quien come su carne y bebe
su sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.
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