P.
Carlos Cardó SJ
Última cena, óleo sobre lienzo de Philippe de Champaigne (1650), Museo del Louvre, París |
Cuando Judas salió del cenáculo, Jesús dijo: "Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo y pronto lo glorificará. Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos".
La liturgia de hoy nos ofrece un fragmento
del discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. Hay en ella un clima
profundamente humano. Jesús se ha reunido por última vez con sus más íntimos y
en esa intimidad quiere que entiendan que su pasión y muerte, van a ser la expresión
máxima de su amor (Jn 13,1) y del
amor de su Padre por nosotros.
Jesús no solamente da testimonio del
amor con que el Padre ama, sino que, en su persona, en su vida y en su muerte,
realiza el amor salvador de Dios, gracias al cual obtenemos lo que no podemos
darnos a nosotros mismos: la vida plena, inmortal, que es comunión con Dios y
participación en su misma vida.
Jesús, es el don del Padre a la
humanidad, procede de lo alto, es Dios encarnado. Por Él nuestra naturaleza humana
es elevada hasta alcanzar la naturaleza divina. Ya no hay un abismo
infranqueable entre los seres humanos y Dios. Por medio de la humanidad de su
Hijo, Dios ha querido incorporar nuestra humanidad en su propio ser, ha
realizado su deseo de tenernos con Él y en Él para siempre.
Por Cristo, verdadero Dios y
hombre como nosotros, el ser humano entra en una situación renovada, la de una
humanidad nueva de hijos e hijas de Dios, destinados como Jesús a pasar de este
mundo a Dios y ser para siempre semejantes a Él. Y así se manifiesta la gloria
del Padre, que es vida nuestra, y la gloria del Hijo lleno de gracia y de
verdad.
En este contexto de la
manifestación de la gloria de Dios y de su Hijo, Jesús dice: Les doy un mandamiento nuevo: ámense como yo
los he amado. Su lógica es sorprendente: “si yo los he amado, ámense
ustedes”. No concluye: ámenme a mí como yo los amo a ustedes, o amen a Dios.
No. Hace la misma afirmación (repetida hasta tres veces en el discurso de la
Cena) que su discípulo Juan señalará en su carta: Si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1Jn
4,11).
Los diez mandamientos ya los había
resumido Jesús en dos: Amarás al Señor sobre todas las cosas y al prójimo como
a ti mismo. Ahora los sintetiza en uno solo: ámense como yo los he amado. Pero no es una ley, es un don: porque Él nos ha amado primero,
nosotros podemos amarnos unos a otros. Este don de su amor es lo que nos hace vivir
la vida auténtica y verdadera, la vida de hijos e hijas de un mismo Padre, y vida
de hermanos y hermanas.
Por consiguiente, la respuesta al
mandamiento del amor sólo es posible si se tiene la experiencia de que Dios nos
ha dado antes este amor. Así es en realidad: para amar hay que saberse amado. Y nosotros hemos conocido y creído (confiado
en) el amor que Dios nos tiene (1 Jn 4,16). Conocer agradecidos el amor que
Dios nos tiene, cimentar en Él nuestra confianza y el aprecio que debemos tener
de nosotros mismos, eso es lo que nos hace capaces de amar a los demás y ver el
rostro de Dios en el rostro del prójimo cualquiera que sea, porque todo prójimo
es un hijo o hija de nuestro Padre del cielo.
Edith Stein, la filósofa judía,
mártir cristiana de Auschwitz, lo dijo certeramente en uno de sus escritos: “Si
Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a
nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro
amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural
nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre,
por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás
son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen” … Para
el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante
de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro
prójimo; y da lo mismo que sea o no pariente nuestro, que lo “amemos” de manera
natural o no, que sea “moralmente digno” o no de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal
Terrae, Santander 2000).
Ámense
como yo los he amado. Es la síntesis perfecta de lo
que Jesús nos ha querido enseñar. Por estas palabras sabemos que no se puede
llegar a Dios si no se ama a los hijos e hijas de Dios. Jesús no nos ha enseñado únicamente una doctrina sino,
ante todo, un comportamiento, el suyo propio, caracterizado por el amor que
llega hasta dar la vida.
Por esto dice Jesús que el distintivo
de los cristianos es el amor al prójimo. En
esto conocerán que son mis discípulos: si se aman como yo los he amado. Mi fe no puede acreditarse como creíble ni
mantenerse largo tiempo sin unas señales concretas de mi amor y solidaridad. Amar
al prójimo es amar al Señor. Quien quiera amar a Dios, que ame a su prójimo.
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