P. Carlos Cardó SJ
Jesucristo recibe el mundo de parte de Dios Padre,
óleo sobre lienzo de Antonio Arias Fernández (1657 aprox.), Museo Nacional del
Prado, España
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Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Así fueron los hechos. Israel no quiso oír a Jesús, rechazó su
mensaje, no se convirtió, no lo siguió. Como consecuencia de ello, una hostilidad
cada vez mayor se desencadenó contra Jesús, como una confabulación para darle
muerte: vieron en Él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por
Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a la
doctrina sobre lo puro e impuro. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra
él y que podía seguir la suerte de los profetas.
Según la idea de Dios que se tenía, conforme a muchos escritos del
Antiguo Testamento, podía esperarse un castigo de Dios a ese pueblo por dar muerte
al inocente (Mt 21, 23-46). Pero el
Dios que se nos revela en Jesús es un Dios de infinita misericordia. Israel, su
pueblo, lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo redención
y perdón, mediante la entrega amorosa de su Hijo.
Así, pues, frente a la idea de un Dios que castiga, el cristiano
sabe que Dios “entrega” a su Hijo como expresión suprema de su amor: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna (Jn 3, 16).
San Pablo dirá: ¡Me amó y se
entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos
incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo
señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona
buena quizá alguien este dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su
amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros (Rom 5,6-8).
El designio de Dios es claro: quiere salvarnos a todos, no quiere
que nadie se pierda, y nos ha hecho ver hasta dónde llega su amor en el amor
con que su Hijo, enviado para salvarnos, ha entregado su vida por nosotros.
Pero este don determina una crisis, un juicio, pone a todos en una encrucijada,
porque puede ser acogido o rechazado. Y esta crisis no es algo que ocurrirá en
el pasado, sino que está ocurriendo ahora, es una realidad actual que se
desarrolla en la historia y en el interior de cada persona: ahora se puede
creer en la salvación que Dios ofrece en Jesucristo o se la puede rechazar. Entonces,
el que cree en él no será condenado; por
el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en
el Hijo único de Dios.
Hay que decir, por tanto, que no es que Dios juzgue y condene, sino
que es el hombre mismo quien se juzga con su propia actitud de aceptación o
rechazo del amor salvador que Dios le ofrece en su Hijo. Es la propia persona
la que, por medio de su fe de aceptación y entrega, se encamina hacia la
salvación que Dios le ofrece, o la que con su rechazo echa a perder su vida,
entra en la luz o se queda en la tiniebla. La fe, por tanto, pone a toda
persona ante una disyuntiva, la pone como en un juicio, pero es la persona
misma quien lo ha de resolver, él es quien se juzga.
Para San Juan, quien no acepta el amor salvador de Dios mediante
la fe, ama la oscuridad; quien, en cambio, ama a Dios y se confía a Él, ama la
luz. Es cuestión de preferencia, de opción y aceptación libre. Y esto es, pues,
mucho más que cometer o no un mal, que cualquiera por su debilidad humana
podría hacerlo, pues se trata de preferir o, como dice San Juan, de amarlo. Preferir el mal, dejarse
condicionar por él en el obrar y en la forma de vivir, mantener una conducta contraria
al bien y a los valores éticos, conduce a la persona a llevar una vida a escondidas,
pues no le queda otra cosa que ocultarla. Quien
obra el mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede
descubierta. Mientras que quien obra el bien, quien
cumple con la verdad –dice San Juan–, es decir, quien actúa con lealtad frente
a Dios, se acerca a la luz y queda
patente que toda su conducta es inspirada por Dios.
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