P. Carlos Cardó SJ
Cristo crucificado, con un pintor,
óleo sobre lienzo de Francisco de Zurbarán (1650 aprox.), Museo Nacional del
Prado, Madrid
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre. No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre. Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros".
Se puede decir que en este texto se contiene lo más importante y
lo más distintivo de la fe cristina en relación a otras creencias religiosas.
Mi mandamiento es éste: Ámense los
unos a los otros como yo los he amado. Jesús quiere ser amado y servido
en sus hermanos y hermanas. No dice: Ámenme como yo los he amado. El discípulo
ha de demostrar que el Señor lo ama, amando a los demás. Así manifiesta la
presencia del amor que recibe de Jesús. Si una comunidad o grupo se dice
cristiano, la relación entre sus miembros tiene que reflejar el amor que cada
uno de ellos recibe de Jesucristo, es decir, debe haber entre ellos
comprensión, acogida, perdón y deseo de servir. Así como Jesús manifiesta la
presencia de Dios, su Padre, así también los que se reúnen en su nombre hacen
presente a Jesús con el amor que se tienen unos a otros.
Por eso, el amor fraterno se presenta como el mandamiento por
excelencia. Es el distintivo de los que siguen a Cristo y es la condición para
que la misión de Jesús se realice en el mundo. Lo que quiere Jesús es que su
pasión por crear comunidad entre los hombres sea la nota de identidad más
característica de los que le siguen y lo que impulse y sostenga sus esfuerzos
por la transformación de la sociedad.
Jesús se prolonga en sus discípulos de todos los tiempos. Su
palabra y sus obras liberadoras siguen llegando al mundo en la palabra y en las
obras de sus discípulos y en la comunidad que ellos forman, la Iglesia. Por
medio del testimonio de sus vidas entregadas a resolver las necesidades de los
demás y a promover relaciones sociales justas, los discípulos continúan el
dinamismo de unión y solidaridad que caracterizó la vida de Jesús. Ofrecen así
modelos de comportamiento y de organización para la transformación de la
sociedad.
¿Hasta dónde se ha de llevar la disposición de amar y servir? Jesús
responde aludiendo a su propio amor que llega al extremo (13, 1) de entregarse
hasta la muerte y una muerte de cruz (Fil, 2, 8). Nadie tiene un amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Está
aquí trazado el horizonte de la generosidad, el grado sumo del amor. La entrega
plena, que esto supone, atrae al discípulo y crea en él la disposición para dar
sin llevar cuenta, hasta entregar la vida si fuere necesario, a ejemplo del
Señor.
A continuación Jesús explica por qué tiene Él esta disposición de
entregar su vida por nosotros. La razón es que no sólo estamos unidos a Él como los sarmientos a la
vid, ni sólo somos sus servidores para
hacer lo que Él nos mande, ni simples seguidores
de una doctrina y de un programa. Somos sus amigos.
Así nos considera, reconoce y valora.
La relación que ha establecido con nosotros, y que por la fe estamos
llamados a mantener con Él, es la relación propia de la amistad, hecha de
afecto profundo, comunión de ideales y búsquedas, lealtad y confianza mutua,
compañía.
Jesús no se ha colocado por encima de su grupo de amigos, por más
que sea su fundador y su centro, y se le reconozca como el Maestro y Señor,
porque lo es. Él les ha lavado los pies y les ha hecho comer su cuerpo y beber
su sangre. Se ha puesto a nuestro servicio y nos ha incorporado a Él para que
su Espíritu, su mismo Espíritu que es el amor, habite en nosotros y nos impulse
a amarlo en sus hermanos y hermanas. Todo nos lo ha comunicado, aun la obra que
el Padre le encomendó y debemos continuar, y su destino de entrega voluntaria,
que ha de ser nuestro ideal y meta de realización personal.
No es por propia iniciativa y decisión como se puede asumir este
proyecto de vida. Todo parte de la elección
que Jesús hace de cada uno de nosotros y de los medios que nos da para
poder realizarlo. A nosotros nos toca acoger su llamada y comprometernos libremente
a colaborar en su obra. Sólo así, reconociendo que todo depende de Él –tanto el
querer como el obrar– podremos mantener la resolución de poner cuanto esté de
nuestra parte para que el fruto sea abundante. Nos asegura esto su promesa de que
su Padre nos concederá lo que le pidamos.
Se cierra esta sección del discurso de Jesús en la Última Cena,
con la repetición de su mandamiento: Lo
que yo les mando es esto: que se amen los unos a los otros. En su
cumplimiento está todo: su presencia viva, la realización de su obra, el motivo
y razón última de nuestro propio compromiso y entrega, el distintivo
de su comunidad, la prueba de que creemos en Él y en Dios, su Padre.
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