P.
Carlos Cardó SJ
¡Vengan
a mí!, ilustración de Harold Copping publicada en The
Copping Bible (1910)
En aquel tiempo, exclamó Jesús con fuerte voz: "El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas.Si alguno oye mis palabras y no las pone en práctica, yo no lo voy a condenar; porque no he venido al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo.El que me rechaza y no acepta mis palabras, tiene ya quien lo condene: las palabras que yo he hablado lo condenarán en el último día. Porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que mi Padre, que me envió, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar. Y yo sé que su mandamiento es vida eterna. Así, pues, lo que hablo, lo digo como el Padre me lo ha dicho". |
Quien
me ve, ve a quien me envió. Una idea continuamente expuesta
en el evangelio de Juan es que Jesús es el revelador del Padre: quien lo ve, ve
a Dios, al Invisible, a Aquel a quien nadie ha visto. Jesús, el Hijo, nos hace
accesible al Inaccesible. Ya no es la Ley lo que nos da acceso a Dios, como
querían los fariseos. En Jesús conocemos quién es Dios y cómo ama Dios.
Por eso, por ser revelador de Dios, Jesús es luz. Yo, la luz, he venido al mundo para que
quien cree en mí no permanezca en las tinieblas. Asegura, por tanto, a
quien lo sigue un camino seguro hacia la realización auténtica de su ser en
Dios. Da a conocer la realidad como Dios la conoce y hace conocer y vivir la
verdad de nosotros mismos. Esta luz la llevamos dentro y nos hace ver a Dios
como padre y a los demás como hijos suyos y hermanos nuestros.
Pero Jesús no se impone, no coacciona a nadie; Él invita, ofrece
un don, proclama una buena noticia. Escuchar y acoger sus palabras son un acto
libre, que se hace desde el corazón, de lo contrario no transforman a la
persona, la dejan librada a su limitada capacidad de darse a sí misma una
duración eterna, o de lograr la plena realización de sus anhelos. Por eso dice:
Si alguno escucha mis palabras y no las
conserva, yo no lo juzgo.
Es la idea expresada en el capítulo 3,19: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para
que el mundo se salve por él. Es verdad que su Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar
(5,22). Pero este juicio que el Hijo realiza
se cumple en la cruz, donde el amor máximo de Dios por nosotros enfrenta la
maldad de este mundo.
Es el propio sujeto quien se
condena al rechazar este amor salvador de Dios. Al negarse a escuchar a Jesús y
seguir sus enseñanzas, rechaza su propia realidad verdadera, vive de manera
inauténtica, y eso se pone de manifesto. En el evangelio de Juan eso equivale a
preferir las tinieblas a la luz. Para
quien me rechaza y no acepta mis palabras hay un juez: las palabras que yo he
dicho serán las que lo condenen.
Jesús termina este discurso
afirmando categóricamente que ha hablado con
la autoridad de Dios: el Padre que
me envió es el que me ordena lo que debo decir y enseñar. Y quiere también
Jesús transmitirnos la seguridad de que todo lo que el Padre le ha ordenado
decirnos es para nuestra vida. Todo lo que ha hecho y enseñado es capacitarnos
y orientarnos para vivir plenamente. Por eso sus palabras: Yo sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así pues, lo que yo digo
es lo que me ha dicho el Padre.
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