P. Carlos Cardó
SJ
Manifestación,
temple sobre tela de Antonio Berni (1951), Centro Cultural Recoleta, Buenos
Aires, Argentina
Jesús dijo: "Les dejo la paz, les doy mi paz. La paz que yo les doy no es como la que da el mundo. Que no haya en ustedes angustia ni miedo. Saben que les dije: Me voy, pero volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, pues el Padre es más grande que yo. Les he dicho estas cosas ahora, antes de que sucedan, para que cuando sucedan, ustedes crean. Ya no hablaré mucho más con ustedes, pues se está acercando el que gobierna este mundo. En mí no encontrará nada suyo, pero con esto sabrá el mundo que yo amo al Padre y que hago lo que el Padre me ha encomendado hacer. Ahora levántense y vayámonos de aquí."
Les
dejo mi paz, les doy la paz. Pronunciada por Jesús con toda la
resonancia semítica propia del término shalom,
la paz que deja a los suyos como su regalo final no significa únicamente
ausencia de conflictos o tranquilidad del alma, sino que es el don por
excelencia, que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se
desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; es plenitud
de bendición, fruto del amor. Según la Biblia, sólo Dios la puede conceder,
Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe
de la paz (Is 9,6), que lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz
grande hasta que falte la luna (Sal 72, 7).
No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el
intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una
guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir
imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por
eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que
así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo, o el
sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte. Así no es
la paz de Cristo.
Tampoco es su paz la de quien endurece sus
sentimientos para permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos de
los que le rodean, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La
paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz
del Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen
resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.
La partida física de Jesús no nos deja un vacío
lleno de temor y desaliento. No se turbe
su corazón, dice a sus discípulos. Su
vuelta al Padre significa que permanece en nosotros con su amor, por medio del
Espíritu Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a Él, y viene a
nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es
más que yo. Se alegrarán por los bienes que su pascua les va a
aportar, en especial por la salvación plena que les ha obtenido con su cruz. Juan
Bautista se había alegrado al oír la voz de Jesús (3, 29) y Abrahán saltó de
gozo al intuir el día del Mesías (8,
56).
El gozo de los discípulos debe ser mayor porque
verán que Jesús ha cumplido su misión, ha sido glorificado y ha vuelto al
Padre, alcanzando la meta que todo creyente aspira alcanzar, la de estar
definitivamente con Dios, el Dios de mi alegría
(Sal 43, 4). A él llega Jesús, atraído y conducido, como hace un padre con su
hijo querido, y éste se alegra de estar con aquel de quien procede porque sabe
que es donde mejor puede estar.
Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre
es el enviante, Jesús es el enviado que tiene en Él su origen y de Él procede.
Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que el Padre, como
afirma el credo, Jesús es el consagrado, que Dios envió al mundo (10,36), y por
eso cuando habla es Dios mismo quien
habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha confiado
todo (3,34-35; 17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).
A Él vuelve Jesús para ser glorificado con la gloria
que compartía con Él antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de
la gloria quiere que estén los que han creído en Él. Es lo que pedirá como su
deseo último: Padre, yo deseo que todos
estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen
la gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17,
24). En esto radica el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha
abierto definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.
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