P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
y el centurión romano, óleo sobre lienzo de Sebastián Bourdon (Siglo XVII), Museo
de Bellas Artes de Caen, Calvados, Francia
En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho".
Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo".Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy quién soy yo para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace".Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes". Y al centurión le dijo: "Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído". Y en aquel momento se puso bueno el criado.Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles. Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos.
Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: "Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades".
El milagro del siervo del centurión tiene su paralelo en Lc 7,
1-10 y en Jn 4,43-54. En esos textos, el personaje es un funcionario
(subalterno) del rey Herodes Antipas; aquí es un centurión, oficial romano de
la guarnición de Cafarnaúm. Se trata, pues, de una persona de buena posición
social y económica, pero que, ante la enfermedad de su
criado, al que aprecia mucho, se siente impotente. Frente a la enfermedad y la
muerte se pone de manifiesto la radical impotencia del hombre. De eso sólo Dios
salva.
El relato pone de relieve la relación entre Palabra, fe y vida, y
la oferta del don de la salvación a todas las naciones. Los milagros de Jesús
en el evangelio son signos naturales que tienen un significado espiritual.
Jesús enseña con su palabra y también con sus obras. El signo visible de la
curación del enfermo es importante, incluso necesario, pero más importante es
lo que significa. Por eso, como en varios otros relatos, la narración del hecho
prodigioso es sólo el cuadro exterior de lo que más interesa, que es la
enseñanza que contiene.
Es de notar que quien enseña aquí es un centurión pagano: enseña a creer confiadamente
en la persona de Jesús y en el poder de su palabra. Se dirige a Él llamándolo Señor, no por simple cortesía, sino porque
ha reconocido la autoridad y poder de Dios en su persona y en su palabra. Por
eso cree antes de ver el signo realizado en favor de su criado. Todavía no ha
ido Jesús a curarlo y ya Él proclama: Señor,
no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y
mi criado quedará sano.
La fe no necesita ver signos y prodigios para tener la certeza del
amor del Señor; le basta la Palabra que refiere lo que Él ha hecho por
nosotros. La confianza es base de la fe y del amor.
La inserción de un texto profético (tomado de Is 49, 12; 59, 19;
Mal 1,11) subraya la otra enseñanza del pasaje: el anuncio de la admisión de
los paganos a la salvación, simbolizada en el banquete celestial, en compañía
de los patriarcas, y del cual quedan excluidos los judíos, que eran los
destinatarios primeros. A ese pueblo que lo rechaza Jesús propone el modelo de
fe que les da un pagano. Como Abraham que era un extranjero y que, sin ver,
creyó en la palabra de Yahvé y fue constituido padre en la fe de una posteridad
bendecida, así también el centurión romano que, sin ver, cree en el poder
divino de Jesús, viene a ser modelo de esa fe que hace extensiva la bendición
de Abraham a todas las familias de la tierra.
Señor,
no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que
mi criado quede sano. La humildad es otro componente de la fe. Repetimos las palabras del centurión
creyente cuando nos acercamos a recibir el Cuerpo del Señor. No somos dignos, lo
que se nos da no depende de nuestros méritos. Todo es don y gracia.
La gratuidad del amor se muestra en el episodio que sigue a
continuación, la curación de la suegra de Pedro. Nadie la pide, es Jesús quien
toma la iniciativa, entra en la casa, ve a la enferma, la toma de la mano y la
fiebre desaparece. La acción de la gracia de Cristo nos precede y se nos
anticipa.
Se subraya, a pesar de la brevedad del texto, la reacción de la
mujer curada: se levantó y se puso a servirle. En este gesto se condensa el fruto
de la enseñanza de Jesús. Todo está ahí. La mujer lo ha hecho suyo. El favor
recibido ha sido por puro amor y gracia; ella, como modelo de discípula, lo
retribuye con su amor y servicio. Así esta pobre mujer se convierte en maestra
del verdadero seguimiento de Jesús.
A continuación, Mateo pone un breve sumario de la actividad
sanante y liberadora de Jesús. La intención parece ser introducir un texto de
Isaías sobre la figura del Siervo de Dios, que carga consigo los dolores y
sufrimientos del pueblo (Is 53, 4).
Jesús, el Siervo, asume como propias nuestras flaquezas y enfermedades, que se
convierten en el lugar de nuestro encuentro y unión con Él.
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