domingo, 7 de junio de 2020

Homilía del X Domingo del Tiempo Ordinario – Fiesta de la Santísima Trinidad, Tanto amó Dios al mundo (Jn 3, 16-21)

P. Carlos Cardó SJ
Santísima Trinidad, óleo sobre lienzo de Pieter Coecke van Aelst (1550), Museo del Prado, Madrid, España
Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.
En la fiesta de la Santísima Trinidad, la liturgia propone este texto de Juan en el que aparece quién es y cómo actúa Dios. Es un Dios que ama a este mundo y se preocupa por nosotros, tanto que, por medio de su Espíritu, envió a su Hijo para salvarnos, vinculando nuestro destino al suyo.
Desde ese envío del Hijo al mundo, Dios ya no es un ser lejano; está a nuestro lado, nos libra de todo mal, nos trae vida, nos da confianza y nos asegura una felicidad para siempre. El Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo ama al mundo, ama a todos los seres humanos y sólo quiere el bien para nosotros; no es vengativo ni rencoroso, responde a nuestra confianza y nos asegura el logro pleno de nuestra vida en él, para siempre.
En efecto, así se nos reveló Dios en Jesús. Vino en él, pero no se creyó en él. El mundo no quiso oír a Jesús, rechazó su mensaje, no cambió. Peor aún, una hostilidad cada vez mayor desencadenó contra él para darle muerte. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra él y que podía seguir la suerte de los profetas.
Según la idea de Dios que se tenía, conforme a muchos pasajes del Antiguo Testamento, por la muerte del inocente Jesús de Nazaret sólo podía esperarse un castigo de Dios (Mt 21, 23-46). Pero el Dios que se nos revela en Jesús es un Dios de infinita misericordia. Israel, el mundo, lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo redención y perdón, mediante la entrega amorosa de su Hijo.
Así, pues, frente a la idea de un Dios que castiga, el cristiano sabe que Dios “entrega” a su Hijo como prueba suprema de su amor: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien este dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros (Rom 5,6-8).
La voluntad de Dios es clara: no quiere que nadie se pierda, y nos ha hecho ver hasta dónde llega su amor en el amor con que su Hijo, enviado para salvarnos, ha entregado su vida por nosotros. Pero este don determina una crisis, un juicio, pone a todos en una encrucijada, porque se le puede acoger o rechazar. Y esta crisis es actual, porque se desarrolla en la historia y en el interior de cada persona: ahora se puede creer en la salvación que Dios ofrece en Jesucristo o se la puede rechazar. Entonces, el que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.
Hay que decir, por tanto, que no es que Dios juzgue y condene, sino que es el hombre mismo quien se juzga con su propia actitud de aceptación o rechazo del amor salvador que Dios le ofrece en su Hijo. Es la propia persona la que, por medio de su fe de aceptación y entrega, se encamina hacia la salvación que Dios le ofrece, o la que con su rechazo echa a perder su vida; entra en la luz o se queda en la tiniebla. La fe, por tanto, pone a toda persona ante una disyuntiva, la pone como en un juicio, pero es la persona misma quien lo ha de resolver, él es quien se juzga.
Para San Juan, aquel que no acepta el amor salvador de Dios mediante la fe, opta por la oscuridad; quien, en cambio, ama a Dios y se confía a él, ama la luz. Quien cumple con la verdad –dice San Juan–, es decir, quien actúa con lealtad frente a Dios y al prójimo, se acerca a la luz  y queda patente que toda su conducta es inspirada por Dios.

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