P.
Carlos Cardó SJ
Abadía
en el robledal, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1809), Palacio de
Charlottenburg, Berlín, Alemania
Jesús dijo: "No bastará con decirme: Señor!, Señor!, para entrar en el Reino de los Cielos; más bien entrará el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo.
Aquel día muchos me dirán: Señor, Señor! Hemos hablado en tu nombre, y en tu nombre hemos expulsado demonios y realizado muchos milagros. Entonces yo les diré claramente: Nunca les conocí. Aléjense de mí, ustedes que hacen el mal!
Si uno escucha estas palabras mías y las pone en práctica, dirán de él: aquí tienen al hombre sabio y prudente, que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra aquella casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre roca.
Pero dirán del que oye estas palabras mías, y no las pone en práctica: aquí tienen a un tonto que construyó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra esa casa: la casa se derrumbó y todo fue un gran desastre".
Cuando Jesús terminó este discurso, la gente estaba admirada de cómo enseñaba, porque lo hacía con autoridad y no como sus maestros de la Ley.
Estas palabras de Jesús se dirigen a personas creyentes que
escuchan la doctrina del evangelio, pero no la llevan a la práctica. Son
personas que pueden hacer cosas buenas, pero no cumplen lo que Dios quiere de
ellas.
El evangelista Mateo tiene ante sí una comunidad cristiana
entusiasta, rica en cualidades naturales y sobrenaturales. Celebran el culto,
oran, incluso realizan profecías, milagros y exorcismos, pero descuidan lo
cotidiano: el hacer la voluntad del Padre, amando y sirviendo a los demás en
las cosas de cada día. Si no tienen amor, de nada les sirven sus prácticas
religiosas y los dones extraordinarios que poseen (cf. 1 Cor 13, 1-3).
No basta con orar ostensiblemente, ni es bueno invocar a Dios con
aparente sinceridad. La oración nos debe llevar a conocer lo que el Padre
quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. Ahora bien, la
voluntad de Dios se expresa claramente en el mandamiento del amor. Por eso, es
precisamente en la práctica del servicio a los demás por amor donde se
demuestra la autenticidad de la oración.
No
basta decir “Señor, Señor”. La verdadera oración pasa por el
corazón y se verifica en el amor a los demás, en especial a los más
necesitados. En su oración, Jesús se encuentra con su Padre, escucha su
voluntad y decide practicarla, aunque le cueste sangre el hacerlo (Mt 26,39 par; Jn 12,27). Por eso, en el día del juicio sólo recibirá el
beneplácito divino quien ha cumplido la voluntad del Padre de los cielos.
Para reforzar esta enseñanza, Jesús propone la parábola de dos
hombres que construyen su casa de diferente manera. El primero, considerado
“prudente”, edifica firmemente sobre roca, de modo que cuando vienen las
tormentas, las crecidas de los ríos y los fuertes vientos, la casa resiste por
sus buenos cimientos. El segundo en cambio, es un “necio” que construye en
terreno arenoso, sin las debidas precauciones, y el resultado es lamentable
porque la casa no soporta el embate de los fenómenos atmosféricos y se viene
abajo. Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una vida
bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia grande”.
En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se
delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para
los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida
verdaderamente valiosa para sí y para los demás (Mt 28,19s). Jesús hace ver
que para ello es importante interiorizar los valores, asumirlos con el corazón,
de lo contrario la persona no podrá actuar con convicción cuando esté sometida
a la presión de los propios impulsos, o se vea envuelta por la multitud de
“voces” que desde el exterior impactan en su conciencia y pugnan por dirigir su
conducta.
Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la
recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus
enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que
movilicen su afectividad y sus sentimientos) de modo que la muevan desde su
interior, y no como imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada
circunstancia cuál ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de
vida coherente y ejemplar.
Hoy ya no se cree –sobre todo
entre los jóvenes– en doctrinas y discursos, y se ha perdido confianza en las
instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas,
más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No
enseñó nada que primero Él no lo cumpliera.
Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser
servido (Mt 20,28), y su integridad
de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante él: Maestro, sabemos que eres sincero, que
enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues
no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16). Con razón pudo
decir a sus discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo
más característico de su persona–: Ejemplo
les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn
13,15).
La parábola de las dos casas interpela al lector, le induce a
confrontarse con una y otra para tomar conciencia de la vida que se está
construyendo.
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