P. Carlos Cardó SJ
El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Aimé Nicolás Morot
(1880), Museo de Bellas Artes de París, Francia
Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo». Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo.
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a
tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de
Dios.
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera
particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No
puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad
quien primero no perdona a su hermano o no hace lo posible para restablecer la
relación que se ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un
largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso
de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por
medio de él, iluminar a toda la humanidad.
Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la
raza, fue un extranjero de origen pagano, por ello Israel tiene que abrirse al
amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso. El libro de
Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar la universalidad
del mensaje de salvación.
Y la culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza
con la enseñanza del profeta Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega para el deseo y el empeño práctico en
favor de la paz: llegará el día en que todos los pueblos acogerán la palabra del
Señor, de la que Israel es portador, aceptarán el señorío de Dios sobre todas
las naciones y entonces de sus espadas forjarán
arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación,
ni se entrenarán más para la guerra. (Is
2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer
relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial
y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo
humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una
característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una
tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y aversión al enemigo
como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y
reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se
defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió
significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva
iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que,
conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa
haber conocido a Dios. Si no se ama, no
se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos
alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino
hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no
llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más
abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio
del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con
nuestras decisiones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación
a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable
que el odio es una enfermedad del alma. Sin embargo, nos podemos acostumbrar al
mensaje que los medios de comunicación, sobre todo las películas, nos
transmiten acerca de la venganza como virtud; se enaltece al vengador, se da
por sentado que la venganza resuelve el mal cometido, y eso no es verdad porque
muchas veces genera una pendiente por la que es casi inevitable deslizarse.
Allí donde se desencadena el odio y la sed de venganza como reacción
a frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa
el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo
devuelve, generándose la espiral de la violencia. Refiriéndose al odio y a la
venganza dice Etty Hillesum, la mártir judía de Auschwitz que acogió en su
corazón el mensaje del cristianismo: “No veo más solución sino que cada cual se
examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto
crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño
átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya
es” (Journal, p. 205).
Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente
que todos los demás” (1Cor 12,31): el
del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al
Dios de infinita misericordia. Imitarlo a Él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial,
dice San Mateo. Sean misericordiosos como
el Padre, dice San Lucas.
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