P.
Carlos Cardó SJ
San
Pedro y san Juan curan a un cojo, óleo sobre lienzo de Nicolas Poussin (1655),
Museo Metropolitano de Arte, Nueva York
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Jesús les dijo: “A lo largo del camino proclamen: ¡El Reino de los Cielos está ahora cerca! Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar. No lleven oro, plata o monedas en el cinturón. Nada de provisiones para el viaje, o vestidos de repuesto; no lleven bastón ni sandalias, porque el que trabaja se merece el alimento. En todo pueblo o aldea en que entren, busquen alguna persona que valga, y quédense en su casa hasta que se vayan. Al entrar en la casa, deséenle la paz. Si esta familia la merece, recibirá vuestra paz; y si no la merece, la bendición volverá a ustedes. Y si en algún lugar no los reciben ni escuchan sus palabras, salgan de esa familia o de esa ciudad, sacudiendo el polvo de los pies. Yo les aseguro que esa ciudad, en el día del juicio, será tratada con mayor rigor que Sodoma y Gomorra”.
Jesús quiere continuar su obra por medio de sus apóstoles y
discípulos, a quienes elige y envía en misión. Queda claro que no son ellos los
que eligen, ni son elegidos por sus méritos propios. La Iglesia, en ellos
representada, sólo existe para cumplir la misión de Jesucristo con toda
fidelidad.
Aparece al comienzo del texto un dicho de Jesús acerca de la
preferencia de los miembros del pueblo de Israel como primeros destinatarios del
mensaje evangélico. Esta preferencia corresponde a la primera percepción que
tuvo Jesús de su misión como centrada en Israel, y que le hizo decir: No he sido enviado más que a las ovejas
perdidas de la casa de Israel (Mt 15, 24).
Y así fue hasta que la negativa del pueblo judío a seguirlo y la
hostilidad que sus jefes desarrollaron contra él le llevaría a ampliar su
perspectiva hasta el mundo de los paganos y dar alcance universal a su anuncio
de la salvación: Vayan y hagan discípulos
de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo (Mt 28, 19).
Son las dos fases sucesivas que tuvo su actividad pública y la de
la primitiva comunidad cristiana: primero la llamada al pueblo de Israel y
después la apertura al mundo pagano, entendida por la primera comunidad como
voluntad expresa del Señor resucitado. Jesucristo es, pues, el Mesías esperado
de Israel y es el salvador y señor del mundo.
Las instrucciones que Jesús da sus enviados tienen que ver con lo
que deben decir y hacer. Deben proclamar
no una ideología, ni simplemente una doctrina o una moral sino la buena noticia
de que el amor de Dios se ha revelado y se ofrece como salvación para todos. Han
de anunciar la cercanía del reinado de Dios con su amor y justicia. Las obras
que acompañarán el anuncio deben hacer ver que se ha iniciado ya la era
mesiánica, el tiempo del encuentro de la humanidad con Dios en un mundo
transformado por la fraternidad, la paz y la justicia.
Sanar
enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos y expulsar demonios son
las mismas acciones que Jesús realizaba, a través de las cuales se podía
advertir que el reinado de Dios ya había venido con Él. Asimismo, la palabra
que Él dirigía al pueblo, la seguirán proclamando sus discípulos y será como
semilla sembrada en la historia, que brotará y crecerá hasta alcanzar su
plenitud en el reino de libertad y de vida.
Den
gratis lo que gratis recibieron, les manda Jesús a sus enviados. La gratuidad es expresión y condición
de la libertad. Por eso la tarea evangelizadora se ha de realizar
gratuitamente. Aparece así más clara la acción de lo alto. La pobreza hace
creíble el mensaje. La búsqueda de lucro, en cambio, puede hacer que el dinero
se convierta en el móvil principal del evangelizador y puede pervertir el
mensaje.
El evangelio promueve relaciones de gracia, amor y servicio, en
vez de relaciones basadas en interés y compraventa. La seguridad del apóstol
estará en el mensaje de que es portador y en la promesa de su Señor: Yo estaré con ustedes (Mt 28, 20). Obrando
así, experimentarán que hay más felicidad
en el dar que en el recibir (Hech 20, 35).
Las otras recomendaciones (no
lleven oro ni dinero, ni morral, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón) apuntan
a la disponibilidad total que deben mostrar los enviados y a la libertad que han
de tener frente a toda atadura o dependencia o todo interés material, para que
toda su seguridad radique en la misión misma.
Así, libres de todo, vivirán de la hospitalidad que la gente buena
les brinde y ellos, por su parte, aportarán a quienes los reciban la paz, el Shalom de los hebreos, que es la paz propia
de la era mesiánica, el conjunto de los bienes de la promesa. Pero a quienes
rechacen el mensaje del evangelio, no podrán hacer otra cosa que advertirles
–con el gesto de sacudirse el polvo de sus pies– que pueden tener un final
catastrófico, es decir, echar a perder su vida. Se entra al Israel de Dios
acogiendo el don de lo alto, o se queda fuera de la promesa. No acoger el don
de Dios es quedar privado de vida. Con ese gesto profético ponen de manifiesto
la separación que se ha producido.
En síntesis: Jesús llama y envía. Tiene necesidad de colaboradores
para dar continuidad a su misión de anunciar e instaurar el reino de Dios. Los
enviados por Él serán delegados suyos que transmitirán sus enseñanzas y
realizarán sus mismas obras buenas, pero sobre todo tendrán que procurar vivir
como Él vivió.
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