P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mi; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mi no es digno de mi; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mi.
El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mi, la encontrará.
El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, sólo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».
Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.
Las
recomendaciones que dio Jesús a sus apóstoles al enviarlos a predicar son muy
duras, no dejan lugar a la mediocridad. La adhesión a su persona ha de ser total.
Ante todo, Jesús hace una declaración de su misión: No piensen que he venido a traer la paz…
sino la espada. Ha venido como signo de contradicción: ante Él la gente
tendrá que tomar posición por o contra Él. Sus enseñanzas unen y dividen. La paz que trae no es a cualquier precio; es una
paz que enfrenta todas las formas del mal, pero con el arma de su Palabra, que
como espada de doble filo deja al
descubierto los pensamientos y las intenciones del corazón, lo que es vida y lo
que es muerte (cf Hebr 4,12).
Viene luego una alusión al Profeta Miqueas (7,6) que
refuerza la idea de que su persona puede dividir incluso a los miembros de una
familia. Es obvio que Jesús sabe que el amor a la familia es
un sagrado mandamiento de Dios (así lo afirma varias veces: 15, 3-6; 19, 19);
sin embargo, es consciente también de que quien se decida a vivir conforme a
sus enseñanzas podrá experimentar un conflicto entre la lealtad que le debe a Él
y la que debe a su familia; entonces tendrá que preferirlo a Él.
Y
esto no debía asombrar demasiado a los primeros cristianos pues conocían las
enseñanzas de los filósofos estoicos de su tiempo que afirmaban: «el bien debe
estimarse más que cualquier parentesco» (Epicteto).
Lo que Jesús afirma es que el vínculo de la fe ha de prevalecer sobre cualquier
otro vínculo, incluso el de parentesco. El vivir en radicalidad la fe puede
acarrear incomprensiones, críticas y rechazos aun de personas muy queridas, que
no comparten todos los valores del evangelio.
Un eco de la fuerza con que el Dios celoso del Antiguo Testamento
exigía fidelidad (cf. Ex 20,5; 34,14; Dt
4,24), resuena en las palabras de Jesús. No se le puede poner por debajo de
nadie ni de nada. La adhesión a su persona ha de estar por encima. Por tanto,
se han de posponer otros bienes y valores, que pueden seguir manteniendo su
poder de atracción.
El creyente sabe cuál es la prioridad
y por eso su opción fundamental hace que el “valor” Dios, sea el más
importante, en torno al cual debe girar toda su vida, y ante el cual todo ha de
quedar relativizado. El que quiere a su padre o a su madre más
que a mí no es digno de mí, y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí
no es digno de mí…. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su
vida por mí, la encontrará.
No
dice que dejemos de amar a nuestros seres queridos, padres, hermanos, hijos...
Lo que dice es que quien ama a su padre o a su madre más que a Él, no es digno
de Él. No se le puede amar menos porque
ya no sería el Señor, a quien se debe amar con todo el corazón y por encima de
todo. Y si se le puede amar así –por encima de todo– es porque Él nos amó
primero (1 Jn 4, 19) y se entregó a
la muerte por mí (Gal 2,20). A su
pasión por mí, respondo con mi pasión por Él. Así, Cristo viene a ser vida para
el creyente, lo más importante del mundo, más que la familia, más que la propia
vida.
Por
lo demás, todos sabemos lo que puede ocurrir en las familias cuando uno de sus
miembros opta por un cristianismo más auténtico, o siente la vocación a una
mayor entrega en la Iglesia, o asume un estilo de vida solidario que le lleva a
encaminar su vida profesional más a servir que a ganar dinero.
El solo hecho de querer obrar con rectitud en una
sociedad marcada por la corrupción de las costumbres, puede llevar al cristiano a la
encrucijada de tener que optar entre lo que le ofrecen los hombres –que pueden
ser incluso personas muy cercanas– y lo que pide Cristo. En tales momentos el
cristiano opta por Cristo y lo hace sin dejar en absoluto de amar a los suyos,
aun sabiendo que puede quedarse solo, y sólo por la certeza interior de que, en
definitiva, no puede haber oposición entre los amores humanos y el amor a Dios.
Este cristiano redescubre y engrandece el amor que les tiene a sus seres
queridos. Ha aprendido a amarlos en Dios y según Dios, ha aprendido a amarlo
todo en Dios y para Dios.
La exigencia de la cruz, final y resumen de todo, incluye
estar listo a dar la vida. No es amar a la cruz por sí misma ni al dolor por el
dolor, sino desear imitar y seguir a Jesús hasta donde sea necesario, aun a
riesgo de la propia vida. Una entrega así asegura el logro más feliz de la
persona antes y después de la muerte.
El
texto termina con un elogio de todo aquel que acoge al que va en nombre del
Señor, al que es discípulo suyo, aunque sea un pobrecito. Hay una identificación entre los enviados y Jesús que
los envía, su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes
recibe, a mí recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado (Mt 10,40; cf. Mt 25,31-46). El que dé de beber a uno de estos pobrecitos
porque es mi discípulo, no perderá su paga.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.