P. Carlos Cardó SJ
Jesús cura al poseído de Gerasa, grabado de la Escuela de Gerard Groëning (1585), Museo Británico, Londres
En aquel tiempo, cuando Jesús desembarcó en la otra orilla del lago, en tierra de los gadarenos, dos endemoniados salieron de entre los sepulcros y fueron a su encuentro. Eran tan feroces, que nadie se atrevía a pasar por aquel camino.
Los endemoniados le gritaron a Jesús: "¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Acaso has venido hasta aquí para atormentarnos antes del tiempo señalado?".
No lejos de ahí había una numerosa piara de cerdos que estaban comiendo. Los demonios le suplicaron a Jesús: "Si vienes a echarnos fuera, mándanos entrar en esos cerdos".
Él les respondió: "Está bien".
Entonces los demonios salieron de los hombres, se metieron en los cerdos y toda la piara se precipitó en el lago por un despeñadero y los cerdos se ahogaron.
Los que cuidaban los cerdos huyeron hacia la ciudad a dar parte de todos aquellos acontecimientos y de lo sucedido a los endemoniados. Entonces salió toda la gente de la ciudad al encuentro de Jesús, y al verlo, le suplicaron que se fuera de su territorio.
La narración de Mateo resulta muy
reducida en comparación con el texto más antiguo de Marcos. No hay en ella
detalles descriptivos de la curación, ni de lo que ocurrió después. Todo se
centra en la persona de Jesús. El endemoniado de Gerasa del texto de Marcos se
convierte en dos endemoniados de Gadara, según Mateo. La región es la misma, la
Decápolis, en Transjordania, territorio de paganos en el que no se conoce a
Dios y el mal actúa libremente. Y la intención es la misma: demostrar que
también allí la acción salvadora triunfa. Jesús destruye de raíz el mal y
disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía
el poder de la muerte.
En muchas culturas antiguas
ciertas enfermedades orgánicas o mentales, que suelen impresionar por la forma
estremecedora con que perturban al paciente, se atribuían a influjos
diabólicos. La creencia en la presencia y actuación masiva de espíritus y
demonios formaba parte de la cultura de muchos pueblos. En la Biblia, y en los
evangelios en particular, los endemoniados
eran personas que padecían la acción del espíritu adversario, mentiroso y
creador de división. Sus víctimas quedaban escindidas, separadas de su yo
auténtico, agresivas hasta dar miedo, como dejadas de la mano de Dios, sin que
nadie pudiera hacer nada para liberarlas.
En el fondo de estas creencias,
sin embargo, había un contenido de verdad innegable: la enfermedad es algo que
Dios no puede querer porque trastorna el orden de su creación y daña a sus
criaturas. Además, la teología subyacente a este tipo de relatos evangélicos resalta
el hecho de que diversas curaciones realizadas por Jesús manifestaban a los
ojos de la fe el poder salvador de Dios que rompe las cadenas de la gente, vence
al mal, le quita poder determinante sobre la existencia humana y abre para
todos nuevas posibilidades de vida. Jesús mismo hacía ver que esas acciones
eran signos del triunfo del amor salvador de Dios: Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha
llegado a ustedes” (Mt 12,28; Lc 11,20).
Jesús vino a exorcizar este mundo
en el que el mal y el pecado actúan a veces en grados tales que pueden parecer
invencibles y llenar el ánimo de la gente de pesimismo o de resignación
fatalista. La posesión diabólica significa una existencia humana agredida hasta
el riesgo de ser destruida, echada a perder, sin futuro, como sometida a fuerzas
nocivas que pueden conducirla a la muerte y a la perdición. Pues bien, del
temor a esos poderes ha venido Jesús a liberarnos.
Más aún, aunque la acción de los espíritus
diabólicos, cuyos síntomas –como puede verse en el pasaje del exorcismo del
niño en Mateo 17, 14-27– podrían hacer pensar hoy en la epilepsia o en alguna enfermedad
psiquiátrica, no dejan de ser un signo especialmente sugerente, una llamada de
atención a nuestra sociedad frente a realidades de este mundo a las que los
hombres se someten hasta ofrecerles sacrificios inimaginables y quedar
«poseídos» por ellas, enfrentados a Dios, a los demás, a la naturaleza, y a sí
mismos.
Esas realidades son los “demonios”
hostiles a Dios, los «ídolos» o «poderes y potestades» (1Cor 8,5; 15,24), de los que nos habla el Nuevo Testamento.
¿Qué tenemos que ver nosotros contigo,
Hijo de Dios?, preguntan los demonios. Nada,
absolutamente nada tienen en común. Y así tiene que ser también para nosotros: no
hay lugar para componendas porque podemos caer en el engaño. El espíritu del
mal tienta con falacias y razones aparentes, ofreciendo formas falsificadas de seguridad,
eficacia, éxito y felicidad.
Un NO decidido y cortante es la mejor forma de enfrentarlo. ¿Has
venido a atormentarnos antes de tiempo?, dice el mal espíritu, como si ahora no fuese el tiempo de
enfrentarlo y fuese mejor posponer la lucha o la determinación que debes tomar.
En tiempos de Jesús se creía que la victoria definitiva sobre el mal sólo se
produciría al final de los tiempos; pero con la presencia de Cristo el tiempo
se ha cumplido, hoy es el tiempo de la salvación. Ahora puede actuar en
nosotros la gracia que libera.
Finalmente no hay que olvidar que
estas acciones de Jesús se nos confían. A sus discípulos, núcleo germinal de su
Iglesia, les dio poder (autoridad) sobre los espíritus inmundos para
expulsarlos y para sanar toda enfermedad y dolencia (Mt 10,1). Como miembros
de la Iglesia, a todos nos toca la misión de exorcizar espíritus que despersonalizan a la gente hoy en nuestra sociedad.
Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia
de ser salvado y liberado.
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