P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: "Sígueme".
Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?".
Jesús los oyó y les dijo: "No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".
Tres temas importantes de la tradición
cristiana aparecen unidos en un solo relato: el llamamiento de Mateo publicano
(llamado Leví en Mc 9,14 y en Lc 5,27), la comida de Jesús con gente de mal
vivir, y la frase que sintetiza la misión para la que ha sido enviado: No he
venido a llamar a los justos sino a los pecadores.
Mateo (o Leví) ejercía un oficio despreciable:
era cobrador de los impuestos
(sobre el suelo y per capita) que los romanos
obligaban a pagar a los pueblos dominados. Los funcionarios del Estado
encargados de ello solían arrendar sus mesas al mejor postor y, generalmente
eran los publicanos los que las obtenían por las ganancias que les reportaban. Se
valían de artimañas para explotar al público, alteraban las tarifas oficiales,
adelantaban el dinero a quienes no podían pagar, para después cobrárselo con
usura. Por eso, pero sobre todo porque colaboraban con los romanos, eran
tenidos por traidores y ladrones, no poseían derechos civiles entre los judíos y
la gente los evitaba.
Jesús ve las cosas de otra manera. Él trae
consigo la misericordia que extrae el bien de todas las formas del mal y
regenera al que no tiene quien le ayude a cambiar. Pasa delante de Mateo, lo ve
y le dice: Sígueme. Sin más, sin siquiera esperar su cambio de profesión
y, sobre todo, la reparación que debía hacer y que consistía en restituir la
cantidad defraudada, aumentada en una quinta parte. Pero ¿cómo puede saber Mateo
a quién ha robado todo? Ciertamente ni él ni los allí
presentes se lo esperaban. Y por eso, sin más trámite, se levantó y lo siguió;
es decir, inició un camino de
transformación que hará de él una persona nueva.
A continuación Jesús realizó un gesto público
que debió resultar tanto o más chocante porque al no dudar en irse a comer con
Mateo y permitir que tomaran parte también en la mesa muchos recaudadores de impuestos
y pecadores públicos, estaba realizando una acción atrevida,
provocadora desde el punto de vista religioso. Era un signo profético, con el que Jesús venía a declarar que la
comunión de mesa del banquete del reino de los cielos no estaba reservada únicamente
a los justos cumplidores de la ley y miembros de la raza escogida, sino que
está abierta también a los excluidos, a los despreciados, a los no
practicantes, incluso a los traidores porque el Dios que obra en Jesús a nadie
excluye, y está dispuesto a perdonar a quienes más necesitan de su misericordia.
Ellos son los primeros receptores de su amor, que transforma sus vidas y los
hace personas nuevas.
En consecuencia, en la comunidad cristiana no
puede haber discriminaciones ni exclusiones. La frase de Jesús condensa la
manera como Él ve su misión recibida del Padre y hace tomar conciencia a los
cristianos de que ellos, los primeros, son los pecadores que han sido tocados
por la misericordia de Dios y han sido llamados a su servicio. No he
venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Es un tema central
en la predicación de Jesús y se puede ver en sus parábolas del hijo pródigo, de
los viñadores homicidas, de los invitados a las bodas...
Cada miembro de la comunidad cristiana puede
verse en Mateo, o entre los pecadores invitados a la mesa de Jesús. Cada uno
puede sentirse objeto de misericordia, acogido a la mesa. También puede
sentirse llamado a aprender qué quiere decir:
misericordia quiero y no sacrificios.
Lo que espera Dios de nosotros son gestos, solidaridad y misericordia, más que
actos religiosos externos. Jesús da ejemplo, poniéndose a la mesa con pecadores,
cumple la voluntad divina de buscar a esa gente y ofrecer a todos la
posibilidad de rehabilitarse.
Y esto es lo más importante del pasaje
evangélico: la nueva imagen y experiencia de Dios que Jesús revela y transmite en
contraposición con la idea de Dios discriminador que transmitían los rabinos
fariseos. Jesús revela a un Dios que muestra su grandeza y su amor salvador
como misericordia, no quiere que nadie se pierda y a todos acoge porque es
padre. Jesús aparece no sólo como maestro de misericordia sino como encarnación
misma del amor misericordioso que es la esencia de Dios. Su comunidad, por
tanto, no puede ser otra cosa que un espacio acogedor y fraterno en el que se
refleje el rostro del Dios de Jesús.
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